El 21 de junio de 1967, con los rescoldos aún humeantes de la derrota árabe en la Guerra de los Seis Días, la España de Franco emprendió una operación secreta para liberar a cientos de judíos confinados en cárceles egipcias y evacuarles del país en compañía de sus familias. El telegrama cifrado número 128, remitido desde Madrid a la embajada española en El Cairo, puso en marcha una labor guiada por la más absoluta discreción que Crónica reconstruye cuando se cumple medio siglo de una contienda que causó estragos en una región rota hoy en mil trincheras. “En los primeros momentos de la guerra, los servicios de la policía de la RAU [República Árabe Unida, la denominación oficial de Egipto por aquel entonces] iniciaron la detención de judíos, tratando, en general, que de cada familia hubiese alguno en prisión, con el fin de atemorizar a toda la minoría”, relata Ángel Sagaz, el entonces embajador español en Egipto, en un despacho reservado fechado años después al que ha tenido acceso este suplemento.
Sagaz, un veterano diplomático que acabaría sus días al frente de la legación en Washington, fue el ángel que hizo posible la operación en clave “Pasaporte 128“.
“En casa esa evacuación nunca se contó como si se tratase de una gran hazaña. Siempre se entendió que era parte del trabajo que tenía que hacer mi padre”, desliza su hijo Manuel Sagaz. Las gestiones del embajador resultaron decisivas en un episodio de la diplomacia española poco conocido. Desde aquel tormentoso verano de 1967, Sagaz desfiló por los pasillos del régimen egipcio en busca de un intrincado acuerdo. La embajada española había asumido la representación de los intereses de Estados Unidos en Egipto. A principios de junio la comunidad israelí en Madrid y organizaciones judías estadounidenses se habían dirigido al Gobierno franquista suplicando ayuda para salvar a la menguante minoría judía, convertida en cabeza de turco de las refriegas contra Israel. “La embajada de España, desde el primer momento, entró en contacto con las comisarías de policía y el Ministerio del Interior para defender a todos aquellos judíos que tenían pasaporte español”, evoca Sagaz en los cruces de mensajes que en esos años mantuvo con sus superiores. La orden de Exteriores, no obstante, pedía expresamente proporcionar protección a “sefardíes o no sefardíes”.
Un desafío que Sagaz sorteó urdiendo una astuta artimaña para persuadir a las autoridades egipcias. En sus reuniones con el ministro del Interior y sus subalternos solía reivindicar la españolidad de todos los judíos que aún permanecían en el país árabe en virtud del decreto dictado por Primo de Rivera en diciembre de 1924 “sobre concesión de nacionalidad española por carta de naturaleza a protegidos de origen español”. Una argucia ya empleada durante la II Guerra Mundial por otros diplomáticos como Ángel Sanz-Briz, el encargado de negocios de la embajada española de Hungría que salvó la vida de alrededor de 5.000 mil judíos húngaros en pleno Holocausto. “Sagaz usa la misma estratagema que su tocayo en Budapest. Concede pasaportes en base al decreto de 1924 independientemente de que tuvieran algún vínculo con nuestro país”, reconoce José Antonio Lisbona, autor del libro Más allá del deber en el que desempolva la labor de varias decenas de diplomáticos patrios al auxiliar a la comunidad judía. Por caprichos de la historia, Sanz-Briz había tenido como primer destino la legación en la capital egipcia.
Coincidencias aparte, los correos de Sagaz con Exteriores -de los que no queda rastro en la embajada española en El Cairo y que se guardan en el Archivo General de la Administración- levantan acta de los pormenores del plan. Los telegramas enviados desde El Cairo informan del goteo de salidas logradas por la mediación española. “Me permito adjuntarle dos listas de las personas de origen judío evacuadas hasta el presente. La primera, de 10, está formada por aquellos españoles de origen judío que con anterioridad a la Guerra de los Seis Días tenían pasaporte español. La segunda lista, de 131 personas, corresponde a las que han recibido documentación española después del 4 de junio. La diferencia es significativa”, escribe Sagaz en una nota al ministro de Exteriores de la época, Fernando María Castiella. Corría octubre de 1967 y los egipcios, interesados en expulsar a los últimos representantes de la otrora vibrante comunidad judía, habían aceptado la treta.
Al éxito contribuyeron, como admite el embajador, “las excelentes relaciones con los países árabes y no haber reconocido al Estado de Israel“. “Nos libra de toda sospecha o posible interés político, teniendo por tanto nuestro trabajo un exclusivo fin humanitario”, subraya el diplomático. También ayudó a las negociaciones que se desplegaron entonces la amistad que trabó Sagaz con el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, el icono del hoy marchito panarabismo, y su corte de oficiales. Unos lazos que sirvieron para desbaratar entuertos y amenazas como la publicación en 1967 del primer testimonio de uno de los judíos deportados.
El relato, aparecido en el semanario francés L’Express, desveló los interrogatorios y las torturas a los que eran sometidos cientos de judíos intramuros de las infames prisiones del país. “Ha tardado medio año en coger la pluma, pero, al final, no ha resistido la tentación de presentarse como un héroe”, se queja Sagaz en un despacho. El artículo vulneraba el absoluto mutismo de quienes fueron liberados acerca de su experiencia carcelaria, una de las dos condiciones impuestas por los egipcios al embajador. El otro requisito era que los expulsados no se dirigieran inmediatamente hacia Israel. Consciente de que el pacto corría peligro, Sagaz acudió al subsecretario del Ministerio del Interior egipcio, al que confesó: “Yo, a cada persona que abandona el país le pido que me prometa que no dirá nada en contra de estas autoridades, para las cuales no tengo más que motivos de agradecimiento, y si lo hiciesen, a pesar de esta advertencia, señor subsecretario, yo dejo de hacer lo que estoy haciendo y me pongo a jugar al golf”.
Sus palabras surtieron efecto y se registró una segunda oleada de salidas. En su objetivo de completar la misión, Sagaz no estuvo solo. Su esposa, Úrsula Zinsel, también se sumó a la empresa. “Él era mucho mayor que ella. Desempeñó una labor voluntaria muy importante en calidad de presidenta honoraria de Cáritas Egipto”, recalca Lisbona. Úrsula, fallecida en 2012, fue la que narró a sus hijos la aventura. “Aprovechó su nombramiento para acceder a las cárceles de mujeres y repartir ropa, alimentos y medicinas. Así conoció a las judías que se hallaban detenidas”, comenta uno de sus vástagos. Los padres de Úrsula huyeron de Alemania tras la crisis de 1929 y emprendieron una nueva vida en las Islas Canarias. “Y allí nació mi madre. Imagino que su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por lo que sucedió en Alemania. Seguramente todo aquello le ayudó a implicarse más en este asunto, a ser más solidaria que la media”, agrega.
Entre 1967 y 1970, hasta 1.500 judíos abandonaron la tierra de los faraones por la diligencia de Sagaz y su cónyuge. En su mayoría, eran judíos apátridas que habían sido confinados en los penales de Tora, al sur de El Cairo, y Abu Zabal, en el norte de la capital, y la prisión de mujeres de Qanater, en el delta del Nilo. Uno de aquellos presos judíos bendecidos por el ángel español fue Ovadia Yerushalmi. “En aquel momento nadie nos informó de la implicación de la embajada española en El Cairo. Nos entregaron los pasaportes españoles poco antes de tomar el vuelo hacia Francia“, dice el superviviente, de 72 años. “No teníamos la más remota idea del porqué de aquellos pasaportes. Nos pareció una ironía. Habíamos vivido en Egipto como apátridas y nos convertíamos en españoles en nuestra huida del país”. El medio siglo transcurrido no ha extraviado los recuerdos carcelarios de Yerushalmi. “Fue terrible, inhumano y humillante. Fuimos arrestados y encarcelados durante dos años sin motivo. Nos colocaron a 72 personas en una pequeña celda sin las condiciones higiénicas mínimas. La comida era horrible y escasa. Nos golpeaban e insultaban día y noche para vengar su derrota en la guerra”.
Las primeras remesas de refugiados partieron del puerto de Alejandría en los buques españoles Benidorm y Benicarló con destino a Marsella, Génova o Barcelona en unos trayectos costeados por el Gobierno español. Los protagonistas de la segunda fase de la operación, sin embargo, partieron en vuelos regulares de Air France a un ritmo de ocho personas cada dos días sufragados por organizaciones judías. Como atestigua la documentación desclasificada, la embajada española recibió y repartió entre la comunidad judía las ayudas económicas que llegaban del exterior a espaldas de las autoridades egipcias. “Si saben que reciben más ayuda de fuera, tendrán menos interés en resolver este problema”, alerta Sagaz en una de sus misivas.
“Sagaz se implicó en la solución. Iba a recoger a los judíos que eran excarcelados, les firmaba el pasaporte y en un coche con matrícula diplomática los trasladaba a Alejandría para que tomaran el barco“, indica Lisbona. Para entonces la comunidad judía egipcia empezaba a ser un vago recuerdo de su esplendor pretérito. A principios del siglo XX superaba las 90.000 almas. El nacimiento del estado de Israel en 1948, el crecimiento del antisemitismo, las guerras árabe israelíes y las expropiaciones y expulsiones ordenadas por Nasser alimentaron el éxodo y dejaron bajo mínimos el censo. “No era una comunidad muy grande ni se hacía mucho notar”, dice la española Verónica Nehama, que residió en Alejandría hasta los 11 años. “La recuerdo como una ciudad preciosa con unas playas maravillosas. Los judíos vivíamos de manera más europea, sin lujos pero con agua corriente y camas”, narra esta alejandrina que abandonó Egipto en 1957, con el trasfondo de la nacionalización del canal de Suez. “Era una sociedad dentro de otra con vivencias paralelas”. Hoy los últimos judíos que residen en Alejandría y El Cairo apenas rebasan la decena. El representante más joven ha cumplido el medio siglo y carece de descendencia.
Sagaz fue testigo del ocaso. “Ahora no hay más de 1.000 judíos entre detenidos y en libertad en todo el país”, detalla en una carta fechada en 1970. Su interlocución se propagó pronto entre quienes socorrían a una colonia en retirada. “La Cruz Roja nada puede hacer por ellos y cuando reciben alguna petición, discretamente le sugieren que vayan a la embajada de España, la “única que puede hacer algo”. Calculo que en breve habrá una cifra igual o mayor sobre la que negociaré en forma análoga a lo hecho hasta ahora”, había dejado por escrito tres años antes. La memoria del diplomático, que logró la evacuación de 40 judíos de Sudán, ha concitado escaso interés público en España. “Lo que más me sorprende es lo poco que se sabe de la valiosa ayuda que prestó Sagaz para ayudar a salvar a cientos de judíos perseguidos por las autoridades egipcias. Más de 1.000 personas le deben a España y al embajador sus vidas, pero muy poco se ha hecho para reconocerlo y homenajearlo”, lamenta Raanan Rein, vicepresidente de la Universidad de Tel Aviv.
La mayoría de los agraciados por su gesta cumplieron la promesa de Sagaz y guardaron silencio. Los pasaportes concedidos por España les sirvieron como salvoconducto para escapar de la ira egipcia. Tenían dos años de vigencia y los consulados españoles en el extranjero recibieron órdenes concisas de no renovarlos. “Muchos se quedaron en Francia. Algunos se marcharon a América repartiéndose desde Canadá hasta Brasil. Todos se comprometieron a no trasladarse inmediatamente a Israel, pero después de algún tiempo varias familias ya estaban instaladas aquí”, informa Rein. “Recuerdo una conferencia que dicté en la universidad sobre este tema hace ahora unos diez años. Al terminar, se acercaron varias personas a darme las gracias. Eran judíos egipcios que estaban muy emocionados por el reconocimiento que le di a Sagaz. “España nos salvó la vida”, me dijeron con los ojos empapados en lágrimas”.
Años después de aquella evacuación, uno de los hijos de Sagaz se topó con uno de los que recibieron el amparo de su padre. “Uno de mis hermanos acudió a una librería en Nueva York buscando un empleo para pagarse los estudios. El dueño le identificó y le confesó que mi padre le había ayudado a salir de Egipto. Es el único superviviente que pudimos localizar”, esboza Manuel de una biografía todavía en zona de sombras. De su verdadero redentor, el que lidió con los generales egipcios hasta alejarle del infierno de Abu Zabal, Yerushalmi sólo tuvo noticias mucho después, cuando Sagaz ya había perecido. “Para los judíos, es un hombre justo que nos ayudó en tiempos de necesidad y apuros. Le agradezco su coraje y dedicación a nuestra causa. ¡Viva Ángel!“, concluye.
Fuente: El Mundo