Como no combatir al terrorismo. Por Julián Schvindlerman


A mediados del pasado mes de agosto, la región de Cataluña en España fue sacudida por una seguidilla de atentados jihadistas con epicentro en Barcelona, donde terroristas musulmanes arrollaron con una camioneta a transeúntes en las famosas ramblas de esa ciudad cosmopolita, matando a quince e hiriendo a docenas. El atentado causó una gran conmoción dentro y fuera de España. En particular, la Alcaldía de Barcelona fue duramente criticada por no haber puesto con anterioridad bloques de cemento a las entradas del paseo turístico para evitar ataques potenciales en un continente ya golpeado por esta modalidad homicida.

Sin embargo, la verdadera crítica a la Municipalidad debió haber sido de índole moral más que en el área de la seguridad (que de por cierto, no estuvo
de más). Puesto que apenas unos meses antes, una feria literaria barcelonesa, subvencionada con fondos públicos, había invitado a disertar a una legendaria terrorista palestina, Leila Khaled, bajo el lema “Revolución significa vida”. Afiches con su rostro sonriente fueron colgados en postes de la ciudad para promocionar la distinguida visita, fijada para el 14 de mayo, en coincidencia con el Día de la Independencia del Estado de Israel. Khaled fue miembro del muy radical Frente Popular para la Liberación de Palestina y contaba en su prontuario con el secuestro de dos aviones y el lanzamiento de una granada dentro de uno de ellos, con los pasajeros a bordo.

Ya en la ciudad, dijo en una entrevista con Catalunya Ràdio: “No se puede liberar a un pueblo sin lucha armada. La violencia se justifica cuando una persona no se puede defender”. Acusó a Israel de ser ocupador y genocida y defendió el secuestro de aviones con el pretexto de que “teníamos que llamar la atención de los medios de comunicación”. Y remató con una presunta lección cívica: “la democracia es escuchar al otro”. La Bnai Brith y la Liga Internacional contra el Racismo y el Antisemitismo presentaron una denuncia contra el Ayuntamiento de Barcelona con la esperanza de bloquear la visita pero una jueza de la Audiencia Nacional no le dio lugar. La Federación de Comunidades Judías de España consideró “indignante que el Ayuntamiento de Barcelona haya financiado con dinero público la presencia de una terrorista en un momento en el que España se encuentra en alerta antiterrorista 4”.

Tres meses después, terroristas locales y del Medio Oriente cometieron una masacre en la propia ciudad de Barcelona. ¿Habrá atado los cabos la Alcaldía? ¿Habrá comprendido que si uno coquetea con el terror, lo puede terminar padeciendo? ¿Habrá entendido que banalizar los crímenes contra la humanidad es una forma de fomentarlos? Por supuesto que no es que una cosa haya llevado a la otra. Pero en el plano moral es inevitable hacer esta asociación.

Casi en paralelo a estos hechos, mientras los judíos españoles interponían demandas para evitar que una terrorista palestina fuese elevada al estatus de celebridad literaria y recibida con honores en una de las más importantes ciudades de Europa, en otro continente, los judíos de Sydney estaban apelando una decisión de un Consejo local que no autorizó la edificación de una sinagoga en la capital australiana por razones de seguridad. Una Corte denegó la apelación al aducir que “las medidas físicas propuestas para hacer frente a las amenazas identificadas tendrán un impacto inaceptable en el paisaje urbano y las propiedades adyacentes”. En otras palabras: como un templo judío puede potencialmente ser un objetivo de la ira islamista, entonces éste no debe ser construido. En lugar de poner en la mira al terrorismo y tomar las medidas de prevención adecuadas, el Consejo y la Corte de Sydney optaron por afectar a las víctimas posibles y cercenar sus derechos. Para esa época, los servicios de seguridad frustraron un plan islamista para derribar un avión.

Toda decisión ilógica lleva a un desenlace ilógico. Si el criterio se universalizara, entonces Australia no debería construir más aeropuertos, puesto que los islamistas los han hecho su objetivo. No podría habilitar nuevas pizzerías ni estadios deportivos ni discotecas dado el placer de los jihadistas en bombardearlos. Puesto que la música occidental es despreciada por los extremistas islámicos, y por ende pueden ser potenciales objetivos de terror, las radios clásicas, de jazz y de rock deberían ser igualmente prohibidas. Y ni que hablar de las salas de cine y teatro, así como las peluquerías, las tiendas de ropa femenina y las universidades. Llevada a su conclusión lógica, el apaciguamiento de las autoridades de Sydney nos empujaría al absurdo.

Amenazadas por una violencia maníaca, conectadas por sus incoherencias, Barcelona y Sydney se erigen en advertencia acerca de los peligros y desatinos inherentes al flirteo y a la claudicación ante el terror. 

Fuente: Revista Compromiso