"En Auschwitz no sobrevivieron los más fuertes, ni los más inteligentes, sino los que más suerte tuvieron". Y él la tuvo. En dos ocasiones. Dos "milagros", como los llama. Miembro de la resistencia belga, país al que se había trasladado junto a su familia, Noah Klieger (Estrasburgo, 1926) fue capturado el 19 de octubre de 1942, cuando apenas tenía 16 años, y enviado a Auschwitz en enero de 1943.Lo destinaron a Monowitz, una pequeña localidad a pocos kilómetros de Birkenau, donde se levantaba lo que administrativamente se conocería a partir de noviembre de ese mismo año como Auschwitz III, un conglomerado industrial impulsado por el gigante químico IG Farben, que utilizaba prisioneros de guerra, pero sobre todo deportados judíos como mano de obra esclava. Monowitz representaba lo que algunos autores han definido como la "ecología de Auschwitz", un sistema ideado por el régimen nacional socialista para alcanzar un equilibrio racional y económico entre trabajo productivo y muerte. Como todos los que ingresaban allí, alrededor de 35.000, su destino era trabajar hasta la extenuación, para ser luego enviado a uno de los cuatro crematorios con cámaras de gas Zyklon B que se pusieron en funcionamiento a lo largo de 1943 en Birkenau (Auschwitz II). Fue lo que le ocurrió a 25.000 de ellos.Pero Klieger decidió esquivar ese destino. Enterado de que un oficial de las SS buscaba boxeadores para organizar combates que le sirvieran de entretenimiento, Klieger no dudó en apuntarse. "Como estés mintiendo y no sepas boxear, te envío a la cámara de gas", le amenazó. El hambre, dice, le llevó a seguir adelante, a pesar de que su única experiencia se reducía a las peleas callejeras de su infancia. Otro prisionero, sin embargo, este sí boxeador profesional, le encubrió para que pudiese seguir con vida. Y aunque este primer "milagro" le apartó algunas horas de la fábrica, no pudo evitar caer enfermo debido al trabajo sin descanso en pésimas condiciones y al hambre. Así, en una de las constantes "selecciones" que se producían en Monowitz para determinar quiénes estaban aún en condiciones de seguir trabajando, fue conducido ante el mismísimo Josef Mengele, entonces al frente del sector de la enfermería como doctor jefe en Birkenau. Klieger recuerda la teatralidad con la que Mengele llevaba a cabo las selecciones. Con firmes movimientos de las manos, determinaba quién debía quedar a un lado o a otro, a la derecha o a la izquierda. Quién debía, en definitiva, ser enviado a la cámara de gas y quién podía aspirar a unos pocos meses más de vida. A él lo había desahuciado. Pero un impulso vital le llevó, para sorpresa del resto de prisioneros, a dirigirse a él. Hablándole en alemán le pidió que cambiara su decisión. Pesaba entonces unos 40 kilos, pero era joven, le dijo, y podía trabajar en el campo: "Aún puedo ser útil. Déme otra oportunidad". Y comenzó a hablarle de su padre, a contarle que era un conocido escritor y periodista francés. "No sé por qué, pero es lo que ocurrió". Mengele, entonces, preguntó a uno de los asistentes judíos obligados a participar en el proceso de selección, el profesor Robert Waitz, si aquello era verdad. Éste le dijo que sí. Cayó, de esta forma, del lado de los que tuvieron "mucha suerte". Recuerda Klieger que desde ese momento, sólo encontraba consuelo en tres sueños recurrentes: escapar con vida de aquel lugar; poder contar el horror que había acabado con la vida de casi seis millones de judíos; y contribuir a la construcción de un Estado en el que los judíos pudiesen encontrar refugio. El primero de sus sueños comenzó el 27 de enero de 1945. Ese día, las tropas soviéticas liberaron Auschwitz, pero él y otro numeroso grupo de prisioneros no se encontraban ya allí. Klieger había sido trasladado a Dora-Mittelbau, campo anexo al complejo de Buchenwald, donde continuó trabajando en una planta destinada a la fabricación de componentes electrónicos para los misiles alemanes V1 y V2. Ante la inminente llegada de las tropas aliadas, los presos fueron conducidos a pie a las inmediaciones de Berlín, al campo de Ravensbrück, durante diez largos y angustiosos días, sin comida y sin abrigo, en lo que fueron conocidas como las «marchas de la muerte», un último suplicio en el que muchos perdieron la vida. Klieger no sólo tuvo la suerte de sobrevivir, sino de que lo hicieran también su padre y su madre, deportados a Auschwitz y Buchenwald, respectivamente. Desde su liberación, poco después, se impuso como una «misión» ética contar su experiencia vital. En ello lleva más de 65 años y es lo que le ha traído a Madrid, invitado por la Fundación Hispano Judía, el Centro Sefarad-Israel y la Comunidad Judía de Madrid, como parte de los actos de conmemoración del Día Inter- nacional del Holocausto. Klieger impartió ayer una conferencia-coloquio en el auditorio del Centro de Exposiciones Arte Canal, tras visitar la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos. Mañana viernes hablará en la Asamblea de Madrid y el sábado presentará un documental sobre su vida. El tercero de sus sueños empezó desde el momento en el que ingresó en la Haganá (la Defensa), organización militar de raíz socialista surgida en 1920 en la Palestina bajo mandato británico y germen del futuro Ejército de Israel. Enrolado en ella, y junto a líderes como Ben Gurión, participó en la Guerra de la Independencia, que finalizó con el establecimiento, por mandato de la ONU, del Estado de Israel en mayo de 1948. Después de la experiencia del Holocausto, en el que las potencias internacionales dieron la espalda a los judíos, Klieger tomó conciencia, dice, de la necesidad de crear un Estado que "pudiese asegurar el futuro del pueblo judío". Allí se instaló, se convirtió en periodista y cubrió algunos de los juicios más sonados de la posguerra contra los dirigentes nazis. Aún hoy, a punto de cumplir los 92 años, sigue escribiendo columnas en la prensa israelí. Presume de ser "el periodista más veterano del mundo".
Fuente: El Mundo