Jerusalem, Capital de Israel. Firma: Donald Trump


Por Julián Schvindlerman. Especial para Comunidades Plus

A fines del año pasado, y a pocos meses del próximo 70 Aniversario del establecimiento del estado de Israel, Estados Unidos le obsequió anticipadamente un bello regalo de cumpleaños a su aliado especial: el reconocimiento de Jerusalem como su capital nacional.

Ante todo fue un acto burocrático: el Presidente Donald Trump no apeló a una excepción a una ley del Congreso, lo que activó una instrucción al ejecutivo para desplazar su embajada de Tel-Aviv hacia la capital del país. Fue también un ejercicio de soberanía: Estados Unidos decidió donde ubicar su embajada en una nación aliada. Sin embargo, significó un acontecimiento político de primera magnitud: siete décadas después de haber sido la primera nación en reconocer (a los once minutos del nacimiento del país) la existencia y la independencia del Estado de Israel, finalmente Washington declaró su reconocimiento a Jerusalem como la capital de Israel.

El presidente Trump reconoció lo obvio, que Jerusalem ha sido por siete décadas la capital política de Israel y por tres mil años la capital simbólica del pueblo judío. En sus palabras: “Hace 70 años los Estados Unidos bajo el presidente Truman reconoció al estado de Israel. Desde entonces, Israel ha construido su capital en la ciudad de Jerusalem, la capital que el pueblo judío estableció en la antigüedad”. Efectivamente, antes del nacimiento del islam Jerusalem ya era capital de un reinado judío, establecida como tal por el Rey David. Es en su suelo donde reside la Oficina del Primer Ministro, la Cancillería, la Corte Suprema y el Parlamento de la nación. Como recordó el columnista del New York Times Bret Stephens, allí se dirigió Richard Nixon en 1974 en ocasión de la primera visita oficial de un presidente estadounidense a Israel, y allí llevó su mensaje el líder egipcio Anwar Sadat para sellar la paz con el estado judío.

Esta determinación honró además la Jerusalem Embassy Act (ley del Congreso norteamericano) que pidió al ejecutivo en 1995 ubicar la embajada en Jerusalem. Entonces el presidente era Bill Clinton, quien no vetó la ley, pero negoció la inclusión de una cláusula que permitiera postergar su implementación, aduciendo razones de seguridad nacional. Hecha la ley, hecha la trampa. Desde entonces, Bill Clinton y sus sucesores, George W. Bush y Barack Obama, invocaron razones de seguridad para postergar su aplicación. Ellos hicieron eso convencidos de que obrar de otro modo afectaría negativamente el proceso de paz entre israelíes y palestinos, pero veinte años más tarde la paz no está más cerca. Donald Trump decidió confrontar esa actitud automática. “No podemos resolver nuestros problemas haciendo las mismas suposiciones fallidas y repitiendo las mismas estrategias fallidas del pasado”, pronunció. “Todos los desafíos exigen nuevos enfoques”.
Poco antes de esa decisión, el Congreso adoptó la Taylor Force Act, en honor a un joven militar estadounidense asesinado por un terrorista palestino en Israel. Según su estipulación, EE.UU. no contribuirá al presupuesto de la Autoridad Palestina en tanto esta persista en su vil política de recompensar materialmente a los familiares de los palestinos que asesinen a israelíes, como actualmente la ley palestina ordena. También ocurrió tras una seguidilla de ofensivas resoluciones de UNESCO que negaron la conexión judía con Jerusalem y se refirieron a los lugares santos del judaísmo en términos exclusivamente islámicos. Vista con el trasfondo de estos hechos, la decisión presidencial sobre Jerusalem parecería sugerir un agotamiento con la intransigencia palestina vis-a-vis el proceso de paz y con su campaña global de deslegitimación de Israel.

En su discurso, Trump también dijo que “Jerusalem no es sólo el corazón de tres grandes religiones, sino también el corazón de una de las democracias más exitosas del mundo”. La mención no fue casual. Sólo bajo gobierno israelí pudo Jerusalem gozar de plena libertad de culto y acceso a los lugares santos para todas las religiones. Cuando Jerusalem estuvo bajo gobierno de una monarquía musulmana (Jordania), los judíos no podían rezar en el Muro de los Lamentos, su espacio más sacro. Es más, Jerusalem revistó poco interés para los musulmanes en aquella época. Salvo la realeza jordana, prácticamente ningún líder musulmán de importancia visitó esa ciudad santa durante los casi veinte años de gobierno jordano. Como indicó el historiador Daniel Pipes, la radio jordana difundía los sermones de los viernes no desde Al-Aqsa, sino desde una pequeña mezquita de Amán. Tareas elementales como obtener un crédito bancario, suscribirse al servicio telefónico o registrar un paquete postal requerían un viaje a Amán. Durante la guerra de 1948, los jordanos llegaron a bombardear Jerusalem, como también hizo el Hamas palestino este siglo al lanzar cohetes en su dirección.

De hecho, la Carta Nacional Palestina -documento fundacional de la Organización para la Liberación de Palestina, publicada en 1964- no nombra a Jerusalem ni una sola vez. Como tampoco la menciona el Corán. No es casualidad que aun estando en Jerusalem, los musulmanes recen mirando hacia la Meca. Durante el período otomano, Jerusalem perdió todo su brillo, como atestiguan los reportes de viajeros de la época. En 1795, el aristócrata Charles Joseph de Ligne se refirió a ella como “un agujerucho horrible”. En 1850, Gustav Flaubert encontró “ruinas por todas partes”, mientras que en 1865 Mark Twain observó que la ciudad santa había perdido “toda su grandeza antigua” y se había transformado en una “aldea paupérrima”. Sólo cuando Jerusalem pasó a estar en manos judías renacieron los reclamos y el interés árabe e islámico por la misma.

La presentación de estos hechos históricos incontestables no busca minimizar el relieve religioso que esta ciudad pueda tener para el mundo árabe y musulmán. Simplemente ilustra acerca del uso político que actualmente se le está dando a Jerusalem por parte de voceros palestinos, árabes y musulmanes; en Ramala, en Estambul y en Teherán.

En 1955, el Shá de Irán estaba en Londres en un agasajo oficial. Winston Churchill dijo entonces, privadamente, una de las frases más justas jamás pronunciadas sobre este tema. En una conversación sobre el futuro de la ciudad santa, declaró: “Dejen Jerusalem a los judíos, fueron ellos quienes la hicieron famosa”.

En 2017, Donald Trump le dio la razón.