Preocupante regreso del antisemitismo. Por Daniel Muchnik


En una de las películas de Woody Allen hay un grupo de amigos que conversa en torno a las manifestaciones nazis en Chicago. "¿Qué hacemos?" pregunta uno de ellos. Allen actor contesta: "La única solución es un bate de béisbol en la cabeza". Todos estuvieron de acuerdo.

Sin duda es imposible dialogar con un fanático, de cualquier especie y color, pero peor es intentar convencer a un nazi. Eso no permite ser tan vandálicos como ellos. Quienes no estamos de acuerdo con una respuesta violenta estilo Allen creemos que deben ser las instituciones claves de una democracia las que paren con todo el aparato legal a su disposición a los desbordes y a las agresiones, típico de los nazis.

¿Nazis en Estados Unidos? Sí, por supuesto. Tuvieron su momento de esplendor en la década del 30, cuando gran parte de los norteamericanos se aferraba a la neutralidad ante la inminencia de la guerra. Esa estrategia que recién cambió cuando Estados Unidos se puso el casco de soldado en 1941, con el ataque a Pearl Harbor, se explicaba por numerosos motivos: la desocupación y el hambre por la Gran Depresión, las campañas difamatorias de muchos políticos y el desprecio manifiesto de muchos representantes del catolicismo y el protestantismo. Un clima de odio y desesperación propicio para encontrar chivos emisarios: los judíos y los ciudadanos de raza negra.

Todo esto viene a cuento por dos recientes y mediáticos casos de antisemitismo en la Argentina. ¿Estas barbaridades son nuevas en el país? No. Argentina, como otros países, carga con un antisemitismo larvado, que de vez en cuando sale a la superficie.

Cuando se inició la masiva apertura inmigratoria en la Argentina, a fines del siglo XIX, todo aquel que fuera extranjero era tenido peligroso. Las clases altas argentinas manifestaron su tremenda fobia contra ellos. Por un lado, necesitaban a los que llegaban para ampliar las bases productivas del país, pero, por otro lado, dudaban de su lealtad y de sus adscripciones ideológicas. Para el poder político de entonces, catalanes e italianos eran todos anarquistas "ponebombas", los alemanes y los judíos, gentuza de izquierda que había que eliminar.

El ministro Miguel Cané, el autor del cándido libro Juvenilia, aplicó, en 1905, la ley de residencia: cualquier extranjero transgresor (según el criterio del poder) debía ser devuelto a su patria de origen si cometía una transgresión contra el poder.

En 1918, un año después de la Revolución bolchevique en Rusia, los "nenes bien", hijos de la aristocracia, congregados en la Liga Patriótica, organizaron el primer (y único) "pogrom" (persecución con ánimo de aniquilamiento) en el país. En aquel rapto de locura que se desató en los barrios de Once y Villa Crespo, donde vivían muchos judíos, los "nenes bien" con odio y divertidamente les cortaron la barba a muchos religiosos judíos y mataron, se calcula, a dos mil personas.

El antisemitismo fue el eje temático de toda la literatura nacionalista. Hugo Wast, los hermanos Ibarguren, ya conocidos en la década del 20, volvieron a dar impulso al antisemitismo en su estado más puro. También ideologizaron a grupos importantes de legionarios que desfilaban con uniforme militar, al mejor estilo fascista (la Legión Cívica) por las grandes avenidas céntricas de entonces. Fue ese mismo nacionalismo el que volcó sus simpatías por Benito Mussolini en Italia y el nazismo en Alemania.

El antisemitismo volvió con fuerza al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuando se acusó a los judíos de que los aliados ganaran la guerra "por culpa de ellos". La Alianza Libertadora Nacionalista congregó bajo la bandera del nacionalismo y con un alineamiento contra los aliados (Estados Unidos e Inglaterra), en 1945, a destacados antisemitas. Muchos de ellos luego se serenarían y hasta darían un salto para integrarse a la izquierda y mostraron su simpatía por Cuba.

Tres ejemplos: el escritor Rodolfo Walsh, los periodistas Rogelio García Lupo y Jorge Masetti, que fue quien organizó, en 1962, la primera guerrilla de izquierdas en Salta.

Juan D. Perón, perspicaz y comprendiendo el momento internacional, se despegó del extremismo nacionalista en su primera administración y fue uno de los primeros presidentes que envió un embajador a Israel. Ese embajador, a partir de 1948, fue el padre del escritor, traductor, editor y actual director de la Biblioteca Nacional, Alberto Manguel. Sin duda Perón cuidó con sutileza esa relación con Israel para apaciguar la imagen de fascista que lo perseguía como una sombra desde el golpe militar de 1943.

Los antisemitas volvieron a sus andadas en la década del 60. Buscaban refugio en algunas agrupaciones universitarias y en centros que divulgaban la doctrina nazi. El auge de aquel nacionalismo antisemita se explayó a gusto en la década del 70, en medio de los enfrentamientos entre los grupos guerrilleros y las Tres A. También ganaron un lugar en numerosas publicaciones peronistas y antisemitas. Luego, los militares, durante la dictadura implementada en 1976, incorporaron a muchos activos de las Tres A. Torturaban a los prisioneros de apellido o pertenencia judía bajo un retrato de Adolf Hitler. Muchos verdugos eran policías, otros, civiles, otros, militares. Este testimonio no ha sido borrado. Incluso figura en la autobiografía de Jacobo Timerman, quien describió ese tipo de procedimiento en su libro de gran repercusión internacional que lleva de título Preso sin nombre, celda sin número.

Con la llegada de la democracia, los antisemitas se "guardaron", pero actuaron sigilosamente y con criterio necrofílico: rompieron tumbas en los cementerios judíos, pintaron esvásticas en muchas paredes. O favorecieron secuestros de empresarios y amenazas de todo tipo.

El antisemitismo prosiguió, quizás sin la fuerza del pasado. Hoy vuelve, emerge, diríamos, en medio de cierta desazón de algunos sectores de la sociedad y mayor incertidumbre. El discurso de los antisemitas de estos días es un disco rayado, pero insistente. Se vuelven a utilizar los protocolos de los sabios de Sión, un panfleto de los tiempos del zar ruso que atribuía todos los males del mundo a los judíos. Se habla sin tapujos del Plan Andinia, un absurdo que aseguraba la existencia de un plan de los judíos por ocupar la Patagonia. Se insiste en preguntar acerca de la identidad de los judíos argentinos, si acaso son argentinos o ciudadanos israelíes. Es el mismo discurso negro de la década del 60 y del 70.