Ecos bíblicos para la restauración del liderazgo y la política. Por Rab. Fishel Szlajen


La concepción clásica grecolatina de la política, centrada en el gobierno de la polis, se basa en la prescripción de reglas de justicia que constituyen y ordenan las distintas instituciones conforme al mandato de la razón y acorde a lo inteligible de la naturaleza. En esta cosmovisión política, donde el objeto de su arte es primariamente institucional y de dominio público, subyace la presunción de que la calidad de la polis determinará la de las familias y el ethos individual. Su proclama se objetiva en silogismos para obtener verdades diferenciadas de las falacias, pero independiente de la propia conducta de quien la promulga. El saber político grecolatino, así, más allá de ciertas coyunturas fragmentarias o declamaciones teóricas de algunos de sus filósofos, está fáctica e inherentemente vinculado con una dialéctica técnicamente aséptica, sin necesidad de validación por su adecuación a la conducta privada del político o funcionario. No es que el líder o el funcionario esté exento de la ley que promueve, resuelve o ejecuta, sino que la ley como norma establecida para regular, de acuerdo con un criterio de justicia, algún aspecto de las relaciones sociales no gana la voluntad social constituyéndose en autoridad, sino que resulta en mero poder que fuerza un accionar determinado. En el presente son manifiestos los vicios y las perversiones de esta vigente concepción de la política, que separa en sus funcionarios casi herméticamente los dominios y las incumbencias profesionales y públicas de aquellas correspondientes a lo privado.

Definida, así, la política como actividad orientada en forma ideológica al ejercicio del poder dentro de una sociedad, la Biblia presenta un amplio panorama sobre distintos modelos de conducción sociopolítico cartesianamente distintos al grecolatino y fácticamente referido a la conducción mediante cuatro etapas ascendentes: la conducción de sí mismo; la de la familia y el hogar; la de la polis, su correcto orden y logro virtuoso entre sus habitantes; y la de los pueblos o las naciones para el logro de la completitud en sus individuos.

Aquí resulta notoria la subversión del concepto del hacer político. El grecolatino, centrado en lo público e institucional y escindido de lo privado, donde se comienza en la estructura colectiva para llegar al particular. Y el bíblico, centrado en el liderazgo integral ético-legal-administrativo de cada individuo, partiendo de lo particular para llegar a lo colectivo institucional, donde subyace la presunción de que la calidad del colectivo y sus instituciones será resultado de la calidad de sus particulares y funcionarios que las conforman.

Un claro ejemplo es la constitución del pueblo de Israel, cuyo histórico carácter diaspórico hizo que el mecanismo gubernamental y la variable territorial estuvieran ausentes. Tampoco dicho pueblo se definió por la pertenencia a una etnia específica, dado que se observan judíos de variados grupos en este respecto. Este pueblo tampoco fue caracterizado por un mismo idioma coloquial o literario, dado que sus producciones jurídicas, homiléticas, filosóficas, poéticas o litúrgicas han sido realizadas en hebreo, arameo, griego, árabe, ladino, alemán, idish, español o inglés, entre muchos otros, compartiendo de hecho el mismo idioma donde residen. En definitiva, ninguno de estos factores objetivos ha singularizado al pueblo judío como tal. No obstante, el hebreo, aun sin haber sido, incluso hasta la actualidad, el idioma hablado o escrito por la mayoría de los judíos, es considerado su idioma nacional. Y esto, porque es el idioma de la Biblia, de la Torá, de la Ley que rige el programa de vida de cada uno de los miembros de dicho colectivo, que es efectivamente el factor objetivo singularizante de este pueblo.

En este sentido, el pueblo judío se conforma como tal mediante una forma de vida específica, individual y luego colectiva, determinada por la Ley. Esta constituye el factor histórico objetivo constituyente de su unidad, su institucionalidad, su conciencia y la esencia nacional, a lo largo de las generaciones a través de diferentes sociedades, regímenes políticos, territorios, Estados y culturas.

Así, el actual modelo de liderazgo sociopolítico, frecuentemente vacío de autoridad y suplido con poder, pretende por su propia institucionalidad, poder y legalidad constituir una sociedad enmendada y con conciencia cívica. Y cuyos funcionarios, basados en campañas de imagen, técnicas de comercialización y un orden social dirigido por estrategias retóricas manipuladoras, anulan el valor fundacional del ejemplo conductual y reducen toda habilidad del líder al discurso o el debate de ocasión. En contraste con el modelo bíblico, donde la institucionalidad formal es un instrumento cuyo contenido cualitativo son los indispensables funcionarios y líderes que las conducen; sus acciones y sus decisiones cotidianas personales son la piedra fundacional para la enseñanza, guía ética y especulativa que otorgan autoridad desde lo particular a lo institucional, que deviene luego en voluntad social. Aquí, la transformación del ciudadano no proviene de campañas sino de una visión política plasmada en el ejemplo personal irradiado al colectivo, lo que zanja la diferencia entre legitimidad y legalidad, una vinculada al título del poder, mientras la otra se relaciona con su ejercicio.

Esta diferencia de modelos en liderazgo y política es congruente con la radical diferencia axiológica entre el precepto y el derecho. El primero se basa en imperativos individuales y colectivos, y como tal en sí mismo conlleva el principio de obligación en cada individuo como sujeto responsable de deber. El segundo induce al reconocimiento de insuficiencias entre sujetos, quienes negocian sus facultades por seguridad, no proveyendo garantías materiales para satisfacerla por no depender del mismo demandante. Ejemplo de ello se patenta entre los mandamientos "no robarás" o "no asesinarás", respecto del derecho a la propiedad privada o a la vida, donde solo los primeros obligan a no tomar lo ajeno (propiedad o vida), mientras que el segundo reconoce y protege al propietario mediante un tercero que eventualmente actúe en su defensa y post factum.

Huelga mencionar los actuales niveles de analfabetismo con el derecho a la educación, frente al históricamente casi nulo con el precepto de enseñar la Ley entre los judíos que viven como tales. Similarmente se pueden comparar los resultados entre el derecho y el precepto en referencia a la desnutrición infantil.

En el sistema preceptual, la noción es la de heteronomía y por ello no hay autoridad que no comience con un deber y que no se amerite por su cumplimiento, residiendo el valor en la conducta condicionada del sujeto por dicho deber de obedecer a los imperativos divinos. En cambio, el sistema de derechos es indiferente a un fin mancomunado; posee cada individuo su propio objetivo, limitándose a desarrollar una convivencia sin violencia. Por ello su noción principal es la autonomía basada en el valor de la conducta no condicionada del sujeto. El punto central aquí es que el precepto como deber del sujeto en sus acciones, y la obligación para con otros habla más aguda y comprometidamente que el derecho del sujeto para sí mismo y sin compromiso fáctico con el otro.

Para concluir, el derecho ha sido un instrumento centrífugo en los Estados occidentales, donde el pacto entre los hombres instituye el contrato social, madurando con la emancipación, lo que genera legalidad y poder. Pero se olvidó del precepto como instrumento centrípeto y cohesión de un pueblo durante decenas de siglos, donde el pacto de Dios con el hombre madura con la sujeción responsable de este a las obligaciones cuyo cumplimiento genera legitimidad y autoridad.

El autor es rabino y doctor en Filosofía

Fuente: Infobae