El aborto humano a demanda desnudó el de la conciencia. Por Rab. Fishel Szlajen


En la Argentina, desde hace años, triunfa una ética trascendental del vale todo. Esta cualidad o estado de conocimiento es una condición estática y común que no remite a un objeto ni pertenece a un sujeto, sino a una conciencia pre-reflexiva e impersonal, que sugiere la posibilidad de hacer y deshacer lo que se desee, revistiéndolo luego de justificaciones racionales cuando las haya o bien, y ante su carencia, formulando falacias y tergiversaciones de la propia realidad. En este contexto, claramente se ha impuesto que el oportunismo y lo ventajero resulta más conveniente que el accionar por principios, habiendo perdido el respeto que despierta la conciencia del deber y el valor moral que otrora se usó como criterio diferencial entre lo interesado y lo desinteresado. En términos de Kant, ha desaparecido la buena voluntad, como moralidad pura y valor intrínseco, al menos para que mediante una ley moral no verse indigno ante sí mismo.

Uno de los puntos de inflexión coadyuvantes de esta degradación y no de madurez social, llevando hoy al proceso de legalización de la matanza de un ser humano por otro debido a que aquel es conflictivo con los intereses de este, fue el continuo aislamiento de esta buena voluntad como un mero y abstracto querer imparcial, sin corresponderse con un modo de obrar, menoscabando la ley como restricción habilitante, tanto en lo conceptual como también instrumento para liderar impersonalmente y en todos una conciencia moral, eminentemente práctica y relacionada con la acción cotidiana. Luego, era esperable que la conciencia moral como espíritu manifiesto en la ley se reduzca a una mera dialéctica en lugar de reglar conductas, deviniendo en la deshabitualización del sujeto para hacer presente, ante sí y en sí, la conducta que está dispuesto a defender. En otras palabras, si la voluntad es la facultad ética consistente en la capacidad de actuar según pautas rectoras fuera de las naturales, y la buena voluntad es la adecuación de las acciones a principios categóricos, al desaparecer los valores que siempre demandan del hombre renunciando frecuentemente a necesidades o deseos, incluso a un costo altísimo, solo quedan los intereses por los cuales el hombre paga un precio solo si satisface o sirve en algo. Y aquí es donde se explican las mentiras, las falacias, los financiamientos no reconocidos y los eufemismos utilizados con el solo y a priori interés de no ser obstaculizado en la realización del propio deseo o interés, incluso a costa de la vida ajena inocente gestada a partir de una relación consentida, en lugar de que la prioridad sea respetar ambas vidas trabajando arduamente para encontrar soluciones eficaces, evitando los embarazos no deseados.

Esta anulación de la conciencia moral particular que presupone principios y autonomía del sujeto, y que en su ejercicio conforma su personalidad, imposibilita consecuentemente la objeción de conciencia. Es decir, el sujeto se pierde a sí mismo, desapareciéndole la conciencia moral, explicando así que este proyecto de ley revoque la objeción de conciencia e incluso no permita la objeción institucional, desconociendo y negando la ética institucional como autonomía e ideario que cumple la misión de toda organización y regla la ética conductiva de sus empleados y sus directivos.

El rutinario accionar falto de la certeza de que se está obrando de un modo recto, y más aún cuando es contra conciencia, mostrando o imponiendo un convencimiento sobre algo de lo que se está cierto que no es recto, hace cada vez más indoloro e insensible la escisión respeto del deber fundamental, hasta suprimirlo. Es decir, si el juicio de la conciencia moral radica en el cumplimiento de la veracidad de las normas de acción, el consuetudinario actuar negligente o doloso sin dicha veracidad termina anulando al testigo interior de nuestros actos, impidiéndole al sujeto avergonzarse. Y al ya no haber vergüenza como la incómoda y corrosiva emoción autorreferencial, imposible de escaparse de ella por no poder el sujeto desdoblarse, se pierde el último estrato que limita al sujeto a no repetir su acción, impidiendo un sentido de retracción y a fortiori de responsabilidad para consigo mismo o para con los demás.

En ello radica la importancia del juez como autoridad innata, ni adquirida ni prestada, que el hombre se coloca sobre sí para hacer depender su conciencia, y el ejercicio de tomar una perspectiva fuera de sí mismo y juzgar su conducta tal como se presenta a un espectador. Así concebía la conciencia Cicerón, como el equivalente a ese compañero o testigo interior de nuestros actos que en cualquier momento puede avergonzarnos de ellos.

Por eso hoy el problema es el relajo normalizado y la consecuente autorreferencialidad de la persona, no aceptando como juez de sus actos a otro distinto de sí mismo, cumpliendo lo anticipado por Kant respecto de la conciencia que aflige y el hombre que acaba por cansarse de ella y mandarla de vacaciones. Luego, el sujeto aprueba o no su acción solo por decidir él mismo estar cierto de ella, sin mayor consecuencia de absolución o condena más que por sí mismo, su recalificación o descalificación de sí y ante sí. Así, no hay de qué preocuparse, pudiendo también descartar a Platón, para quien nuestras faltas si bien pueden pasar desapercibidas a los otros, nunca escaparemos de tener que dar cuenta de ellas, y avergonzarnos ante aquel contrincante que nos espera, de vuelta a casa, en la soledad de la noche. Podemos también desentendernos del esforzado trabajo que recomienda Epicteto, haciéndose una figura ideal de sí mismo para tratar con los demás y con uno mismo, siendo necesario que este ideal se eleve y perfeccione. Festejemos entonces porque se terminaron los dilemas morales, dado que el mejor persuasor de uno mismo es uno mismo, actuando de fiscal y defensor a la vez, dejando el rol de juez a un tan abstracto como lejano destino, no sea que estigmatice o tenga visos de realidad. Y esto es una buena noticia, ya que así como nos quedamos sin principios rectores de nuestras acciones para no cometer el error de elegir los principios equivocados, tampoco ya nos preocuparnos por el remedio, dado que contamos los vicios y los males como virtudes.

No obstante, hay aún quienes consideramos que el actuar contra conciencia es un retroceso del propio ser, echando a perder lo que solo dependía de uno mismo. Es ponerse debajo de uno mismo, explicando así el sentimiento de pesar que lo oprime. Hay aún quienes sentimos la experiencia del remordimiento o reproche interior como desprecio, y que poseemos en el alma una predisposición a sentir dolor por determinadas acciones que uno ha elegido. Hay aún quienes aprovechamos el arrepentimiento, no como absolución, sino como promesa de no reincidir dando una nueva ocasión para la honradez. Hay quienes aún no poseemos una convicción fingida en torno al deber, que remata en falsedad, y que no nos ignoramos a nosotros mismos en nuestro carácter moral, porque, como decía Boecio, es el defecto del hombre que lo iguala a las bestias.

Cuando logremos la descentralización del yo bajo una fuerza subordinadora que fije los deberes incondicionales, el debate público será verdadero intercambio constructivo porque sus protagonistas serán capaces de un debate interno en pos de un fin verdaderamente en común. Mientras tanto, solo ruindad y retorcimiento.

El autor es rabino y doctor en Filosofía. Miembro titular de la Pontificia Academia para la Vida, Vaticano.

Fuente: Infobae