La Ley y la tempestad. Por Gustavo D. Perednik


A Ata Farjat no lo publican en La Nación. A Shadi Jalul no lo entrevistan en El País. Ni en The Guardian, ni en Le Monde. Silenciar en los medios a estos dos israelíes contribuye a algo más importante que la verdad: la “causa palestina”, léase la campaña internacional para deslegitimar al Estado judío y facilitar su desaparición.

Farjat es druso y Jalul es cristiano. Ambos son entusiastas defensores de la Ley de Israel como Estado-Nación del Pueblo Judío, promulgada el 19 de julio con mayoría absoluta de la Knéset.

Ambos afirman que la ley defiende los derechos de las minorías, ya que sólo un Estado judío lo hará –y no un Estado binacional que terminará siendo una dictadura más en la Liga Árabe.

Pero no deben escucharse estas voces, porque la “causa palestina” es tan mendaz y tan totalitaria, que impone una sola campana. Hay que presentar la ley como racista e impedir que se sepa que muchos no-judíos israelíes la aprueban. La monocorde voz que debe engalanar los medios es la de Barenboim y Abu Mazen, Vargas Llosa y Erdogán. El miso cacareo que desde hace varias décadas proclama que Israel es siempre culpable, y no importa de qué.

En esta ocasión agitan la nueva ley, aunque en rigor el contenido de la mentira varía cada vez: un día es la supuesta “ilegalidad de los asentamientos”; otro, las acciones israelíes siempre viles o “desproporcionadas”; o si no, la “opresión del pueblo palestino” (una opresión que consiste en que se les prohíbe destruirnos) o la “judaización forzada de Jerusalem” (que consiste en respirar).

Así, para que pueda penetrar en la opinión pública una imagen perversa de Israel que no deja espacio al verdadero: un modelo a imitar en ciencia y en ayuda humanitaria, en medicina y en democracia, en diversidad, Derechos Humanos y creatividad cultural.

Los medios albergan tan sueltamente a la “causa”, que a veces la batería de falsedades se escupe entera, sin resquicio alguno para la defensa de Israel o el discurso civilizado.

La tormenta irracional arrasó al debate también en estos días, desatada en torno de la nueva ley.

En los medios, sus detractores lloran (literalmente), anuncian el final de un sueño, repiten los insultos de “apartheid” y discriminación y racismo, y con estas vacuas cantinelas han logrado instalar emocionalmente la obscenidad de que Israel promulgó una legislación racista.

La cloaca verbal, va de suyo, no atina a ofrecer ni un solo argumento que muestre en dónde exactamente la ley peca de las calamidades que le endilgan. Porque la verdad es que, para sus enemigos, la ley es lo de menos. El blanco es la judeidad de Israel –es decir, el fundamento del Estado, que intentan socavar una y otra vez.

El país judío parece ser el único del mundo cuya autodeterminación nacional constituye una provocación racista. No lo son las manifestaciones nacionales de ningún otro Estado. Los colombianos pueden ensalzar en su himno a quien “murió en la cruz”, y los escandinavos exhibirla en sus banderas; la navidad puede ser fiesta en los Estados cristianos, y los musulmanes pueden prohibirlo todo en nombre del Islam. Nadie se inquieta hasta que al país judío se le ocurre decir “yo también quiero ser un Estado nacional”.

UN MÉTODO FACIL PARA ENTENDER

Afortunadamente, habría un modo sencillo de desmentir el disparatado embate contra la ley. Podríamos, por ejemplo, remitirnos a su texto, breve como es. Eureka. Disponible están sus párrafos para quien desee leerlos. Aunque ello demande un esfuerzo mayor que enfadarse, o que “avergonzarse”, para usar el término del afamado músico que fue entronizado a moralista e historiador -pésimo en ambos roles.

Este wagneriano, que jamás se enorgulleció de nada israelí, “ahora” ha descubierto un motivo más para despreciarnos. Nunca se ha condolido de niños israelíes asesinados o heridos de por vida en atentados; ni siquiera se compadece de los niños árabes educados en el odio islamista. Pero se digna a dar cátedra de ética a la humanidad.

De puro empecinado que soy, ofrezco a continuación un servicio gratuito al lector. Sesenta palabras que sintetizan la calumniadísima ley “Israel como Estado Nación del Pueblo Judío”.

Comienza con que la Tierra de Israel es la patria histórica del pueblo judío, que en ella consuma su autodeterminación, y que así ejerce un derecho nacional que le es privativo. Siguen el nombre del Estado, sus símbolos, idioma, capital, calendario, festividades y conmemoraciones. Cierra con el vínculo que une al Estado con las comunidades israelitas por doquier, a quienes ayudará a proteger su patrimonio cultural.

Sí, amigo lector, eso es todo.

¡Aaaahhhhhh!... Pero ¿y los árabes? cuestiona el detractor y se retira rápida y airadamente de la discusión.

Es que hay varias leyes en Israel que garantizan los derechos de todos sus ciudadanos, sin distinción de raza ni religión ni sexo, ni nada. Todos somos iguales ante la ley israelí, a diferencia de los países que nos rodean, que nunca despiertan la adrenalina que, una vez más, se nos dispensa a granel.

Todos son iguales, judíos y no-judíos, precisamente gracias, a que el nuestro es el país del pueblo judío, imbuido en nuestros valores milenarios heredados por Occidente: la santidad de la vida, los derechos humanos, la libertad.

¿Pero, y los árabes?

Repito, amigo lector: esta ley vino a llenar un vacío jurídico, el referido a la judeidad del Estado. Los derechos de las minorías ya estaban garantizados en otras leyes. De todos modos, la nueva ley sí estipula que “el idioma árabe tiene un estatus especial que no se dañará”.

Vale recordar que, como el Reino Unido, Israel no tiene Constitución. La reemplazan Leyes Básicas que se transformarán (de acuerdo con la llamada “Resolución Harari” del 13 de junio de 1950), en la base de su Constitución.

Las primeras nueve Leyes Básicas (hasta 1988) versan sobre los diversos organismos estatales (la Knéset, la propiedad de tierras, el presidente, el gobierno, la hacienda, el ejército, la capital, el sistema judicial y el contralor del Estado); las tres últimas se refieren a los Derechos Humanos (la libertad de ocupación; la dignidad y libertad humanas; los referéndums).

No había ninguna Ley Básica que declarara que el Estado de Israel fue creado por el pueblo judío, ergo era necesaria para que oportunamente fuera incorporada a la constitución.

Pero la lacerante violencia anti-israelí no perdió la ocasión de insultarnos. “El retorno del espíritu de Hitler”, llegó a llamarla el neo-sultán Erdogán, con la moderación que le es habitual.

Los partidos de oposición en Israel, por su parte, medraron con la tempestad, y se aferraron a la miope politiquería que les permitiría debilitar al gobierno. Así nuestros enemigos pudieron citarlos sin complejos.

Con todo y a pesar de todo, léase y reléase la ley, y se verá que detrás de sus críticos hay sólo odio gratuito o torpeza, ingenuidad o judeofobia, pero ni un solo argumento racional. Y como los medios huyeron de las dos campanas, todo el fárrago de “críticas” devino una vez más en pura difamación.