Nació el 3 de diciembre de 1929 en Tarnow, Polonia, en un hogar judÃo no religioso. A los 10 años fue arrastrado por el horror del exterminio nazi. Desde Buenos Aires, a donde llegó en 1946, cuenta su historia, para que nunca más alguien intente negar el horror que padeció el pueblo judÃo.
Por Nadia Nasanovsky.
El número 161214 tatuado con tinta azul en el brazo izquierdo es una de las marcas visibles de su paso por el campo de exterminio de Auschwitz. Pero las más profundas, las invisibles, las historias del infierno vivido allÃ, las comparte hoy con todo el que quiera escucharlo. Es su manera de responder a todos aquellos que se atreven a negar el sufrimiento del pueblo judÃo durante el Holocausto.
Julius Hollander es el único sobreviviente de su familia, y, tras décadas de silencio, desde hace algunos años, cuenta su historia para que nunca nadie más se atreva a negar lo que padeció el pueblo judÃo durante el Holocausto. Impulsado por su nieta SofÃa, Julius brindó charlas en colegios, escribió el libro Enfrentar el olvido y también participó del documental #marcha.
Hombre práctico, resolutivo, no sabe por qué él sobrevivió cuando tantos murieron, pero al escapar, decidió "hacer borrón y cuenta nueva", una especie de "olvido terapéutico", que, asegura, le permitió seguir con su vida, estudiar, desarrollarse profesionalmente y formar una familia.
Al llegar al paÃs, con 18 años, rindió libre sexto grado, estudió para constructor de obras y rindió libre el secundario, estudiando de noche. Luego, se recibió de arquitecto, y más tarde, fundó una exitosa empresa de cartelerÃa en la vÃa pública. "Cuando uno pasa por situaciones extremas, ya no le teme más a nada", asegura este sobreviviente, que se define a sà mismo como un optimista, alguien que siempre mira para adelante.
-¿Cómo vivió el estreno de #marcha, documental del que participó con su testimonio?
-Es muy interesante ver cómo los jóvenes ven el drama del Holocausto, verlo desde el punto de vista de ellos. Me pareció que el documental está muy bien hecho.
-¿Usted siempre habló de lo vivido durante el Holocausto?
-Yo pasé dos años en Auschwitz y la verdad es que no habÃa hablado nunca de esto, porque era como un tabú, qué sé yo. Es como un olvido a propósito, terapéutico, porque no se puede vivir con tantas muertes, con tantas cosas. Yo llegué a la Argentina a los 18 años y me dije: "Borrón y cuenta nueva. Lo que pasó, pasó, ahora tengo que empezar de nuevo". Esto me permitió hacer una vida normal. Pero hace unos años, me contactaron de la Fundación de Steven Spielberg, donde estaban tomando testimonio de todos los sobrevivientes, para que diera el mÃo.
-Antes de esto, ¿no hablaba del tema? ¿Cuánto tardó en hacerlo?
-¡Años! Yo, la verdad, creÃa que era el único loco, pero después, leyendo, me enteré de que a muchos les pasó lo mismo, no hablaban del asunto ni con los hijos siquiera.
-¿Su hijo no le preguntaba?
-No, él nunca me preguntó nada y yo nunca le conté nada. Pero mi nieta, su hija, SofÃa, con quien tengo una gran relación, siempre me preguntaba cómo era mi vida cuando era chico, y ahà empecé a contarle un poco. Cuando me llamaron de la Fundación de Spielberg, supe que tenÃa que hacerlo, que tenÃa que dar un buen testimonio, y me agarró como una locura porque ¡no me acordaba!
-¿Qué sintió al empezar a sacar todo eso a la luz?
-Una congoja terrible. Pasé unos meses terribles. Era como volver a vivir todo eso. A mà el olvido me permitió insertarme en la sociedad y hacer una vida normal. Yo me salvé junto con un amigo que se llamaba David Goldstein; él se quedó en Europa y se quedó en el pasado… Siempre estaba hablando de lo que vivimos, nunca pudo levantar cabeza.
-A partir de esa primera invitación, usted empezó a dar charlas, escribió un libro… ¿Qué reacciones generaba su historia?
-La primera vez que fui a dar una charla fue en el colegio de mi nieta. Me llamó la atención las preguntas que me hacÃan los chicos, por ejemplo: "¿Cómo es que se dejaron matar?". Yo les expliqué que los alemanes eran muy inteligentes para hacer las cosas, tanto para bien como para mal. Todo lo hacÃan a través del engaño. No nos decÃan que nos iban a matar, sino "van a ir a un campo de trabajo donde van a estar mejor".
-¿El horror fue avanzando de manera gradual?
-SÃ. Mi papá, por ejemplo, tenÃa un negocio de telas, y los nazis le pusieron un interventor, un alemán jubilado que no sabÃa nada de nada. Después, dijeron que no podÃamos vivir en determinados barrios y nos pusieron a todos los judÃos juntos. Cuando nos tuvieron a todos ahÃ, pusieron alambres de púas, paredones, y nos encontramos con que estábamos dentro de un gueto. Porque todo esto no empezó en el campo de concentración, previamente fuimos hacinados en el gueto, donde tuvimos una vida terrible durante más de un año. Fue terrible, muy feo, en una habitación vivÃamos 50 personas. Nos cortaban la luz, el agua, habÃa falta de comida. Pero a pesar de esto, se formaban grupos para estudiar, nunca se dejó de estudiar. Prácticamente no habÃa judÃos analfabetos, porque a los 13 años se hace el Bar Mitzvá, es como si uno se hiciera hombre, para eso, ya hay que saber leer la Torá.
-¿HabÃa antisemitismo antes de la llegada del nazismo?
-En Polonia habÃa mucho antisemitismo, porque los judÃos eran una minorÃa, no llegaban ni al 10 % de la población, con costumbres diferentes, distinta religión. En Polonia, los judÃos solo tenÃan permitido ejercer el comercio, algunos oficios, no podÃan ni poseer tierras ni ser militares, entonces muchos se dedicaron a ser prestamistas. Con los años, los señores feudales les pedÃan préstamos y, a cambio, les permitÃan cobrar impuestos, y quien cobra impuestos es un tipo odiado.
Donde yo vivÃa, en Tarnow, los judÃos éramos la mitad de la población. Cuando yo era chico, en general, habÃa mucha pica, yo iba siempre con un cuchillito, porque me asaltaban, me pegaban y cada uno se tenÃa que defender como podÃa.
-¿Cómo era su vida de chico?
-Yo tuve una niñez muy hermosa. Mi padre era un hombre muy progresista, el venÃa de una familia muy pobre, trabajaba de dependiente de un negocio de telas. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, él no querÃa ir a dejar la vida por el káiser, entonces, pagando, se consiguió un pasaporte mexicano. Cuando lo llamaron para ir a la guerra dijo: "Yo soy mexicano" y se salvó, pero se tuvo que ir de la ciudad donde vivÃamos. Se fue a Viena, que en ese momento era una ciudad de mucha cultura, nada que ver con ese pueblito chiquitito en el que estaban todos metidos en la sinagoga y se la pasaban rezando. Cuando terminó la guerra, volvió, pero con las ideas cambiadas. Se puso un negocio propio, progresó mucho, compró una fábrica de tejidos… Mi viejo era muy piola. Hizo todo eso en un paÃs donde habÃa muy pocas posibilidades, fue muy exitoso. En mi familia éramos cuatro, mi papá, mi mamá, mi hermano Edward y yo.
-¿En qué momento se dieron cuenta de la gravedad de lo que se venÃa?
-TenÃa una tÃa, hermana de mi mamá, que vino a la Argentina mucho antes, en la década del 20. Ella, en marzo de 1939 –la guerra estalló en septiembre–, se tomó un barco, viajó a Polonia y nos dijo: "Vénganse a la Argentina porque va a haber problemas". Desde acá, ella veÃa mucho más que nosotros allá. Pero como mi padre era un tipo pudiente, no querÃa vender sus cosas, tenÃa 51 años, ya estaba hecho… ¡Pobre! Yo no lo puedo culpar.
-Muchos sobrevivientes mencionan la dificultad para no perder la humanidad en los campos de exterminio. ¿Cómo fue su experiencia?
-SÃ, se pierde y mucho. Desde el momento en el que uno llegaba, si no lo metÃan al horno, le ponÃan un número, como el que yo tengo en el brazo. AsÃ, ya no existÃa nada más, ni pasado, ni presente ni futuro, solo un número.
-¿Pensó en taparlo o removerlo alguna vez?
-No, no me avergüenzo de él. No tengo por qué.
-¿De qué otra manera se daba esa deshumanización?
-Empezaba con el número y después, venÃa el hambre… ¡que es terrible! Hace que uno sueñe con comida, pero no con un manjar, sino simplemente con pan. En las "marchas de la muerte", en cada pueblo que pasábamos, ellos buscaban lugares para encerrarnos a la noche y asà poder irse a dormir. Una vez, nos metieron en una mina de piedra y arena medio abandonada. Antes, nos habÃan entregado a cada uno un pedacito de pan que nos dijeron que tenÃa que durarnos cuatro dÃas. Corté una cuarta parte y la comà ese dÃa. Después de una hora de estar en la mina, Goldstein me dijo que le faltaba el aire y que iba a tratar de salir, pero yo no tenÃa fuerzas y me quedé. No habÃan tirado gas adentro, pero estaba tan cerrado que con el mismo monóxido de carbono de la respiración, la gente se empezó a intoxicar. Todos querÃan salir, el portón no se abrÃa, la gente se pisaba. Al rato, yo empecé a sentir también que me mareaba, pero estaba tan mal que en vez de salir, me metà más adentro. Pensé que me iba a morir, entonces agarré y me comà las tres raciones de pan, si total ya me morÃa. A la madrugada, abrieron los portones y habÃa un montón de muertos, gente asfixiada, gente aplastada. Goldstein entró a buscarme, yo no estaba ni entre los vivos ni entre los muertos. Me encontró bien adentro, desmayado. Me sacó y cuando me llegó el aire, vomité. Lo primero que pensé fue "¿y ahora qué como?". Es terrible ese hambre, sin esperanzas. Aun asÃ, uno trataba de no perder la humanidad.
-¿HabÃa una rutina en Auschwitz?
-SÃ, era terrible. Nos despertaban a las 5 de la mañana con una especie de gong. HabÃa que formar, en el frÃo, en la nieve. Además de ser un campo de exterminio, Auschwitz se hizo para proveer de mano de obra a una gran fábrica que hacÃa caucho a partir de la gasificación del carbón, que se llamaba Buna Werke. La fábrica no estaba funcionando todavÃa, la tenÃamos que hacer, trabajando como albañiles, como peones, haciendo zanjas, de todo. A mà me tocó un comando de carbón: venÃa un tren con un montón de vagones, a cada vagón le asignaban cuatro personas con palas y tenÃamos desde las 6 de la mañana hasta las 4 de la tarde para sacar todo el carbón. Si no lo hacÃamos, a los cuatro de ese vagón los colgaban esa misma noche, en frente de todo el mundo. Todos los dÃas colgaban gente a lo loco. Yo ya veÃa que con lo que me daban de comer y con lo que tenÃa que hacer, estaba frito…
-¿Qué le daban de comer?
-Nada. Un pedacito de pan y una sopa de ortiga, una planta que si usted la toca, se pincha. Eso en todo el dÃa. Era terrible. Cuando terminó la guerra yo pesaba 39 kilos.
-¿Y cómo hizo para no terminar colgado usted también?
-Una noche, mientras estábamos formando, por el altoparlante anunciaron que se iba a organizar un comando electricista. "Se va a tomar examen, que no se presente nadie que no sea electricista porque será sometido a serias medidas", dijeron. Pero yo pensé: "Peor de lo que estoy, no puedo estar" y me presenté. SabÃa que, si seguÃa ahÃ, me iban a matar. Ya no tenÃa más fuerzas, estaba quebrado, no daba más.
-Pero no sabÃa nada de electricidad, ¿o sÃ?
-No. El jefe era un austrÃaco que de profesión era electricista pero que habÃa matado a no sé cuántas personas, era un asesino. En vez de mandarlo a la cárcel, lo mandaron ahÃ. Me vio llegar, y yo era muy joven, no me creyó que fuera electricista. Me mandó a agarrar un caño y doblarlo y yo no sabÃa ni por dónde empezar. Entonces, en ese momento, se me ocurrió una idea, le dije: "La verdad es que no soy electricista, pero si usted me deja, yo le voy a conseguir una botella de vodka todos los dÃas". No tenÃa la más mÃnima idea de cómo iba a hacer. El tipo no sé si me vio tan audaz y le pareció divertido o qué, pero me dijo que sÃ.
-¿Y cómo hizo?
-Mi amigo, Goldstein, trabajaba en el lavadero del campo, donde habÃa un montón de ropa de sobra, de gente que habÃan matado. La ropa tenÃa un sello, que decÃa "Auschwitz", para evitar justamente que la sacaran de allÃ. Él buscaba camisas que tuvieran el sello bien abajo, las cortaba, les hacÃa un dobladillo –era sastre de profesión– y todos los dÃas me llevaba puestas tres o cuatro camisas de esas. Dentro de la fábrica donde trabajaba habÃa polacos, que no eran presos, sino contratados. Nosotros tenÃamos prohibido hablar con ellos, pero me acerqué a uno y le dije: "Si me conseguÃs todos los dÃas una botellita chiquita de vodka y un pan, yo todos los dÃas te traigo tres o cuatro camisas, de las mejores". Ellos también sufrÃan la escasez de ropa y de todo, asà que me dijo que sÃ. Como no nos podÃamos ver, yo las dejaba arriba del montacargas y él también me dejaba las cosas ahÃ. Asà fue que, entre el vodka para el alemán y el pedazo de pan –la mitad para mà y la otra mitad para Goldstein–, pudimos sobrevivir los dos.
-En su libro, Enfrentar el olvido, escribe que lo que lo mantuvo vivo fue el odio…
-SÃ. Yo los odiaba. Todos los dÃas me decÃa a mà mismo "a estos hijos de puta los voy a sobrevivir, yo voy a vivir más que estos tipos". No los odio más, ahora hay otra generación, que no tiene nada que ver, pero yo no compro productos alemanes y no piso Alemania.
-¿Qué cree que convierte a una persona en un asesino con total desprecio por la vida del prójimo?
-Muchas veces me lo pregunté, habÃa casos de gente que eran padres de familia y que agarraban bebés y los reventaban contra la pared. Creo que cuando la gente se fanatiza, se olvida del prójimo y hace lo que dice el lÃder.
-¿Cómo se sobrevive bajo tanto terror? ¿Cómo se sobrelleva el miedo por tanto tiempo?
–El miedo a morir siempre existe. Uno trata de salvarse como puede. En #marcha una de las sobrevivientes dice: "Mucha gente de la nada se hace un mundo de problemas, nosotros de un mundo de problemas no hacemos nada"; y yo lo siento exactamente asÃ. Cuando me puse en pareja con mi señora, ella se hacÃa problema por todo y yo le decÃa: "¿Qué problema?" Es blanco o negro, vida o muerte, yo no me voy a hacer mala sangre por estupideces que tienen solución.
-Hacia el final de la guerra, ¿cuántos dÃas los llevaron en lo que se llamó la "marcha de la muerte", para trasladarlos hacia el interior de Alemania?
-Marchamos como dos meses. Los rusos me salvaron el 9 de mayo. El 1 de mayo cayó BerlÃn y estos tipos (los nazis) seguÃan matando gente. Con Goldstein pudimos escaparnos y estuvimos dÃas dando vueltas por el bosque. Finalmente, salimos a la ruta, no dábamos más, y allà nos encontraron los rusos. Nos llevaron al hospital.
-¿Cómo fue la recuperación?
-Cuando uno pasa por situaciones extremas, ya no le teme más a nada. Yo sabÃa que de alguna forma iba a salir, aunque caà muy enfermo, con fiebre y una forunculosis. El médico ruso que me atendÃa, como me vio joven, me tuvo pena, lo único que me podÃa salvar era la penicilina y ellos tenÃan muy poca, él me la daba a mÃ.
-Pero vino a la Argentina.
-SÃ, yo llegué a la Argentina el 31 de diciembre de 1946, desde RÃo de Janeiro, donde me dejó el barco. El avión bajó en Morón, porque no existÃa el aeropuerto de Ezeiza todavÃa. Cuando se abrieron las puertas, no me querÃa bajar, ¡porque veÃa soldados alemanes! Me tuvo que subir a buscar mi tÃa. (NdR: los uniformes de campaña del Ejército Argentino de ese entonces tenÃan influencia alemana).
-¿Cómo logró reencontrarse con su tÃa?
-Mi mamá, cuando iba viendo que las cosas se ponÃan feas, nos decÃa: "No se olviden de que tienen una tÃa que vive en Buenos Aires", y nos hacÃa aprender de memoria su dirección. Cuando me liberaron y caà enfermo, con mucha fiebre, Goldstein me contó que repetÃa "Tucu-Tucu-Tucu-Tucu"… ¡Era la calle Tucumán, donde vivÃa mi tÃa! Cuando me recuperé, le mandé un telegrama, por medio de la Cruz Roja.
-¿Buscó a su familia, a sus padres, a su hermano?
-SÃ, pero no encontré a nadie, busqué por ejemplo a Yad Vashem en Israel, una especie de museo que tenÃa la lista de sobrevivientes. Pero ellos no estaban.
-¿Cómo hizo para llegar a Buenos Aires?
-Yo estaba en Checoslovaquia, y mi tÃa me mandó un telegrama diciéndome que tratara de llegar a Italia o a Francia, y de ahà me ayudarÃa a viajar. Tuve que salir por Alemania. Con dinero que habÃa juntado, pagué a uno que me llevó ilegalmente desde Checoslovaquia, pero cuando llegamos, cayeron los soldados rusos, nos sacaron todo lo que tenÃamos y nos dejaron ir. Terminamos en un campo de refugiados cerca de Munich. Cuando me vi de nuevo en un campamento, me agarré una depresión terrible, me tuvieron que internar en un sanatorio. Cuando me mejoré, fui a Francia. Pero resulta que Argentina no daba visas a los judÃos. Mi tÃa tuvo que ir a Bolivia para conseguirme una. Con eso, fui después al consulado argentino en ParÃs, pero tampoco me quisieron dar visa de tránsito. Con los papeles bolivianos viajé en barco hasta RÃo de Janeiro. Cuando llegué, me conecté con los miembros de la colectividad, quienes me tramitaron la visa para venir a la Argentina.
-¿Qué conocÃa de Argentina? ¿Hablaba español?
-En RÃo me comuniqué en yiddish. Cuando ya sabÃa que me venÃa para acá, me conseguà un diccionario de español-polaco y todos los dÃas me aprendÃa un montón de palabras de memoria. Pero cuando llegué, con la única que me podÃa comunicar era con mi tÃa, que hablaba polaco. Lo primero que ella hizo fue alquilar una casa en Miramar, y nos fuimos todos ahÃ. Todos los dÃas me levantaba muy temprano, me iba con una sillita plegable a la playa y me aprendÃa 300 palabras de memoria por dÃa. Asà empecé a hablar.
-¿Cómo empezó a construir su vida acá?
-Estaba con mi tÃa, y estaba muy bien, pero me di cuenta de que tenÃa que estudiar, porque sin estudio no hay porvenir. Necesitaba tener la cédula de identidad. Me fui a hacer el trámite a la PolicÃa y cuando me presenté, me metieron preso. Me llevaron al Hotel de Inmigrantes, porque yo tenÃa visa de tránsito y no me habÃa ido del paÃs, habÃa infringido las leyes de inmigración. Me dejaron ahÃ, y no habÃa nadie. Abrà la ventana, no tenÃa rejas ni nada, vi un caño, agarré y me bajé por el caño y me fui a mi casa. Finalmente, mi tÃa me ayudó a sacar los papeles a través de un conocido.
-¿Sufrió discriminación, antisemitismo, en Argentina?
-Yo hice libre sexto grado y después empecé a estudiar como constructor de obras, para tener una profesión. HabÃa un tipo que se llamaba Sánchez de Bustamante, era boliviano y bastante antisemita. Yo todavÃa no hablaba muy bien el idioma y no me podÃa defender mucho. Los amigos que estudiaban conmigo siempre me pasaban sus pruebas de matemáticas para que yo se las hiciera. Hasta que una vez me llega la hoja de él. "Hacetela solo, burro", le puse. Después nos fuimos al baño a fumar y él tipo empezó a gritar "Ojalá Hitler los hubiera liquidado a todos los judÃos". Ahà se me subió la mostaza en la cabeza. Lo agarré y le empecé a golpear la cabeza contra la pared. Ni diez tipos me podÃan separar, tan grande era mi furia. Nos echaron a los dos. Pero para mi sorpresa, los compañeros fueron a la Dirección a hablar y dijeron que yo tenÃa traumas de la guerra. Decidieron reincorporarnos a los dos con 24 amonestaciones. Volvà y le dije "mejor te vas, porque si no, te mato". Se fue y yo pude terminar. Pero me di cuenta de que estudiando solo esto no iba a poder estudiar en la facultad. Asà que mientras completaba eso, a la noche me puse a estudiar para mi tÃtulo de secundaria. Me recibà de las dos cosas juntas, y después entré a la carrera de Arquitectura.
-¿Cómo cambió su vida el haber sufrido el horror del nazismo?
–Yo soy muy optimista, creo que, si pude sobrevivir a semejante horror, cualquier cosa que venga siempre va a ser mejor. Busqué hacer borrón y cuenta nueva, olvidar todo ese horror para poder seguir una vida normal sin tantas muertes en la memoria, porque eso no deja vivir.
-¿Qué mensaje quisiera que deje su historia?
–Lo que siempre les digo a los jóvenes es que cuiden la democracia, porque, aunque es un sistema imperfecto, es el único que impide que haya barbaridades como las que pasaron durante el Holocausto.
Fuente: Infobae