Una historia como la de Ana Frank, pero con final feliz

Holandesa y judía, era una adolescente cuando estalló la Segunda Guerra; la vida de Débora Manassen.

Débora Manassen. Foto: AFP
En el living de Débora Manassen de Lang se destaca una amplia biblioteca en la que son reconocibles varios libros relacionados con el Holocausto. Justo en un rincón de esa habitación asoma un busto de Ana Frank. "Es un símbolo", explica ella, al notar que la cronista concentra la mirada sobre la imagen sonriente de la escultura.

No se conocieron, pero las historias de Débora y de Ana guardan ciertos puntos en común que, de alguna manera, las hermanan. No solo comparten el haber sido adolescentes y judías cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. También, el haber tenido que esconderse en el mismo país durante algunos años —una en Utrecht; la otra, en Amsterdam— para intentar sobrevivir al horror del exterminio nazi. Solo una de ellas vivió para contarlo. La hazaña de Manassen es parte de una proeza familiar que roza el milagro: tanto sus padres como sus cinco hermanos lograron sobrevivir a la guerra. La manera en que lo hicieron parece salida de un guión cinematográfico.

Hija de Johanna van Crefeld y de Moisés Manassen, su familia también la integraban sus dos hermanas —Su, la mayor, y Elly— y sus tres hermanos —Simón, Michel y Emanuel—. Tras el estallido de la guerra, la familia seguía sus pormenores a través de la radio de la BBC. Cuando el peligro para ellos se volvió acuciante, una vez que el ejército alemán invadió Holanda, el padre resolvió que la única alternativa era esconderse, pero separados.

"Esa fue quizás la gran diferencia con la historia de Ana Frank. Aunque era muy doloroso vivir separados, de esa manera todos teníamos más posibilidades de sobrevivir", rememora Manassen, en su departamento de Martínez, en Buenos Aires.

Ayudado por su hijo mayor, colaborador de la Resistencia, y con un amigo como intermediario, Moisés Manassen halló escondites para todos. Nadie, excepto él, sabría en dónde estaba el resto de la familia, como una medida preventiva ante la posibilidad de que alguno de ellos fuera descubierto y obligado a delatar a los demás. Cuando el zarpazo nazi se sintió cerca, la familia se despidió una noche, sin demasiados preámbulos y sin dar aviso a amigos o vecinos. Todos partieron, aferrados a la promesa de que, después de la guerra, volverían a reunirse. Cada uno se dirigió a su respectivo refugio con lo puesto. Debby —como la llaman sus seres queridos— recuerda que se puso encima toda la ropa que pudo y que se llevó tres ruleros. A ella le tocó refugiarse, junto a su hermana Elly, en el altillo de una familia obrera compuesta por Jan van Elzendoorn, el jefe de la familia, su esposa Uma, su hermana y su madre.

Lo que siguió fue una convivencia tan armónica como silenciosa entre las hermanas Manassen: un espacio con una cama, un espejo y una pequeña ventana a la que tenían prohibido asomarse era la única geografía permitida para ellas; no podían hacer ningún tipo de ruido (tampoco ir al baño) mientras los dueños de casa tuvieran visitas, y debían conformarse con comer lo mucho o poco que la familia que las albergaba tuviera para darles. "Vivir escondidas no era así nomás. Pero nunca nos quejamos. Sabíamos cuál era la alternativa en caso de ser descubiertas", recuerda Debby, en obvia referencia a los campos de concentración nazis.

"Antes de la guerra, yo adoraba especialmente leer y escuchar música; tocaba el violín. Si bien lo que más extrañé durante el encierro fue poder salir y tomar aire, también extrañé mucho la música durante la guerra. Mi manera de entretenerme era leyendo los únicos tres libros que había en la casa. Los leía y los releía. De los tres, solo recuerdo uno de ellos, titulado Pan y vino. En una ocasión, la dueña de casa nos trajo una bolsa con lana cruda. La ovillamos con Elly, y nos pusimos a tejer ropa para bebés. Tejíamos y destejíamos. Ely tenía mucho humor. Era muy linda. Las dos fuimos mentalmente muy fuertes durante ese encierro forzado que, al final de la guerra, nos unió más", recuerda.

Cada tanto, muy tarde por la noche, el dueño de casa acompañaba a una de las hermanas a dar un corto paseo para estirar las piernas. Salían de a una por vez. En una ocasión, en el que había sido el turno de Débora, se les acercó un policía. Jan improvisó una mentira y le dijo que estaba dando un paseo con su sobrina, quien no conocía la ciudad, pero las explicaciones no dejaron satisfecho al agente, que los obligó a acompañarlo a la comisaría. Mientras iban caminado, Jan le hizo señas a Débora para que se zafara del brazo del policía y escapara. "Por suerte no me sostenía con fuerza. Además, yo estaba muy flaca. Comencé a correr y correr hasta sentir que el corazón se me iba a escapar por la boca. Cuando las fuerzas me abandonaron, toqué timbre en una casa y dije que era judía, que la policía me perseguía y pedí si podían refugiarme por unas horas. Ese fue otro milagro. Haber dado con una familia que no simpatizara con los nazis y me permitiera pasar. Unas horas después, el señor Van Elzendoorn vino a buscarme. Esa fue la última vez que salimos a pasear". Débora estima haber estado en esa casa alrededor de un año y medio. Cuando los patrullajes nazis comenzaron a realizarse cerca, se cambiaron de domicilio y, al tiempo, volvieron a mudarse. Hacia 1944 las condiciones de vida en la zona norte del país eran especialmente duras, así que se resolvió que viajaran al sur. Allí las hermanas se separaron. El último escondite de Debby fue en Venray, un pueblo pequeño que no contaba con mucha presencia nazi. Allí fue la dama de compañía de una viuda, dueña de una mercería. Tenía nombre falso: Elsje Van den Berg. En el mismo pueblo vivía Elly, aunque Débora nunca supo muy bien en dónde. Y, a pocos kilómetros, vivía Su.

Hacia finales de 1944, los alemanes abandonaron el sur del país. Entonces Débora y Elly se dirigieron a una ciudad más importante de la región. Allí trabajaron de mozas hasta que las tropas alemanas abandonaron el país, en mayo de 1945. La amenaza nazi era cosa del pasado, así que las tres hermanas regresaron a Utrecht, ansiosas por cumplir su parte del pacto familiar que las había mantenido aferradas a la vida.

La ciudad que los había visto despedirse varios años antes fue testigo de aquel reencuentro al que ninguno faltó. Allí estaban los padres y los seis hijos, todos demacrados pero felices de estar juntos otra vez. El último en llegar fue Michel, que venía desde Alemania, a pie. "Michel fue, quizás, el más traumatizado de todos. Durante la guerra era muy pequeño, y se hizo pasar por un niño holandés. Hacia el final de la guerra, los alemanes se habían llevado a todos los jovencitos holandeses a trabajar en las fábricas de Alemania. Vivía aterrorizado con ser descubierto. Tenía miedo de que, al hacer pipí, sus compañeros descubrieran que estaba circuncidado", explica Débora. Fuera de esto, ni los padres ni los hijos hablaron demasiado sobre lo que habían padecido durante aquellos años. Tocaba dar vuelta la página y seguir adelante.

La alegría del reencuentro nunca fue plena: debieron hacer el duelo por los que no lo habían logrado. Con el correr de los días, recibieron más de veinte telegramas que notificaban el fallecimiento de otros familiares. La ocupación nazi había hecho estragos sobre la comunidad judía del país. Según datos de la Yad Vashem, organización creada en memoria de las víctimas del Holocausto, de los 140.000 judíos que vivían en Holanda al inicio de la ocupación, solo sobrevivieron 30.000.

"Después de la guerra, nos dieron el secundario aprobado. Entonces comencé a estudiar Farmacia. Un día me comentan sobre un aviso en la compañía de aviación KLM, que estaba en la búsqueda de azafatas. Yo no era ni alta ni rubia, como el común de las azafatas, pero sabía cuatro idiomas: inglés, francés, alemán y holandés, así que me tomaron. Siempre le digo a los jóvenes lo importante que es estudiar idiomas", dice Débora, que aún hoy no pierde su acento extranjero, pese a haber vivido en Argentina durante más de 50 años: por cuestiones laborales se mudó de Ámsterdam a Buenos Aires, sin saber que el amor la convertiría en su residencia definitiva: aquí conoció a Herbert Lang, que fue su marido y padre de sus tres hijos: Bobby, Helen y Martin.

"Tuve una linda vida. Estuve casada por más de 50 años", rememora Débora. Hoy, a sus 94 años, sigue llevando una vida bastante activa. Es la única de los Manassen que puede dar testimonio de aquella odisea. Y así lo hace: en los últimos años ha venido dando charlas en colegios. Allí cuenta su historia, responde preguntas y les pide a los alumnos que la escuchan que nunca, pero nunca, dejen de ejercer la tolerancia.