Terrorismo y la defensa en el uso de la fuerza. Por Rabino Dr. Fishel Szlajen


El histórico uso del terror indica un patrón en su estrategia. Sun Tzu (siglo VI a.e.c.) postuló: "Asesina a una persona y amedrentarás a diez mil"; Maquiavelo (siglos XV-XVI) instó a adaptar el método de combate al caso sin consideración de justicia o humanidad. Lenin explicó: "El propósito del terror es aterrorizar" y Mao Zedong dijo: "Golpea a uno y enseñarás a miles".

Así, durante 25 siglos de coyunturas cambiantes, el terror permanece referido a los actos violentos tendientes a intimidar o coercer a la población civil o a influenciar la política de un gobierno, encuadrando la psicología de sus líderes-activistas en la aristotélica de persecutores exacerbados y contrarios a la razón, conducidos por deseos superlativos de dominación e insatisfechos por su propia pleonexia. Convencidos de que la justicia y la moderación no son valores.

En este contexto, Al-Qaeda, Hamas, Hezbollah, Yihad islámica y el gobierno de Irán son, entre otros, la mutación de las estructuras totalitarias que en este caso usa al islam como ideología, tal como otrora fueron usados la raza o la lucha de clases.

Ahora bien, ¿puede justificarse la violencia para promover una causa? Albert Camus, desde su humanismo existencial, postuló el asesinato sistemático como problema contemporáneo, rechazando toda permisión de tal instrumento para cualquier propósito, sin importar cuán bueno fuera o su lógica contextual.

Los consecuencialistas conciben el terrorismo como efecto de la bipolaridad USA-ex URSS, balanceando sus poderes, excusándolo como legitimidad libertaria y justificando sus sangrientos actos, deviniendo el criminal en miliciano libertario y resbaladizamente en líder político en función del éxito de sus crímenes reivindicados retrospectivamente con consignas políticas. Metamorfosis que asimila guerra y terrorismo, aun cuando el último viola la jus in bello, atacando deliberada y criminalmente civiles o Estados.

Habermas interpreta al terrorismo islámico como el rechazo al nihilismo y a la pérdida de ideales normativos del liberalismo separatista entre Estado y religión, reparando su consecuente degradación axiológica. Su solución consistiría en sobreponerse a los nacionalismos reforzando la institucionalidad internacional, concentrada en la ONU, determinando multilateralmente lo tolerado en función de la igualdad de derechos. Pero esta idealización y confianza excesiva en la internacionalidad ciudadana y organizacional fracasó, dado que lo tolerable fue siempre funcional a las propias preferencias de aquel organismo. Por ejemplo, la pasividad y la falta de sanción efectiva a un presidente de Irán que niega la Shoá e invita a caricaturizarla, pero que insta a matar a quien caricaturiza su islamismo, sus impunes promesas de destrucción del Estado de Israel y lo fácil que logra tecnología para armamento nuclear. El mismo Estado que, implicado gravemente en el asesinato de un fiscal argentino, y cuyos funcionarios acusados del atentado contra la AMIA evaden todo proceso judicial, han pretendido devenir de terrorista a negociador válido, burlándose de la Justicia y las víctimas argentinas.

Esa pretendida confiable ONU es la que transgredió todos sus principios afianzando con su indulgencia la metamorfosis de criminales en líderes políticos, sin sancionar eficazmente a los países que son santuarios económicos, logísticos y políticos de grupos terroristas; cobijando con su membresía a jefes de regímenes dictatoriales atroces que públicamente sentencian a muerte a otros ciudadanos del mundo, financian grupos terroristas internacionales y declaman abiertamente la destrucción de otros Estados.

Derrida, por su lado, propone una igualitaria hospitalidad, sin invitar a un diálogo tolerante sino abrirse a un visitante sin encasillarlo en la propia escala axiológica o cultural. Pero también fracasa por basarse en una quimérica Europa humanista. En la España de Zapatero, quien se mostró vistiendo la kefiá, irrespetuoso de sus propios ciudadanos masacrados en el atentado de Atocha, y permitiendo el incendio de la librería judaica de Toledo. En una Francia donde opera el integrismo islámico del Salafi, raptando, torturando y asesinando a franceses judíos. En una Inglaterra que amengua la enseñanza de la Shoá por miedo a confrontarse con el frecuente negacionismo y antisemitismo existente en alumnos musulmanes, sin importarle los millones verdadera y sistemáticamente asesinados. En una Alemania donde la ultraderecha neonazi es la tercera mayor fuerza política del país. En una Rusia corrupta que vende armas al mejor postor, y en el otrora papa Ratzinger, quien luego de su valiente discurso en Ratisbona, se disculpó asustado cuando integristas asesinaron a una monja, atacaron cuatro iglesias y amenazaron conquistar Roma. Más, en términos de la hospitalidad derridiana, Israel, ante su renuncia a parte de su sueño en favor de cumplir el de un Estado Palestino; ante el tratado de paz de 1993; Camp David del 2000; desconexión unilateral de territorios ocupados; confianza en la promesa finalmente incumplida de Mazen para desarmar a los terroristas palestinos; siempre obtuvo como respuesta, más terrorismo.

Por eso, en este mundo real y no en el imaginario de algún burócrata o pensador de escritorio, resulta vital entender que la capacidad para usar la fuerza es un elemento crítico en función de hacer efectiva cualquier capacidad de defender los derechos de integridad física y existencial de cualquier Estado y de este para con sus ciudadanos, de la misma forma que un gobierno no puede cumplir sus decretos, sin una mínima y prudente fuerza judicial y policial. Esta tensión entre violencia y diplomacia ejemplificada en la política del Estado de Israel, único en el mundo que desde su nacimiento lucha por su supervivencia y necesita a diario justificar su existencia, es la razón por la cual muchos filósofos del derecho han abordado los límites de la legitimación de la fuerza en la Justicia y su implementación.

Cicerón, así como Agustín y Ambrosio, enfatizaron el derecho de autodefensa y el deber moral de cada persona a proteger a su prójimo y a oponerse a cualquier intención de violar la paz establecida. Incluso Gandhi dijo que, ante la imposibilidad de captura, será benévolo el que elimine a quien, espada en mano, corre enloquecido matando lo interpuesto en su camino. Lévinas, aun con su filosofía de la alteridad y del "no matarás", afirma la necesidad de la fuerza y que la doctrina de la no violencia no solo no ha frenado el curso natural de la violencia, sino que implica no tomar al mal en serio y que el perdón infinito invita al mal infinito, desvirtuando la Justicia, la cual no es solo cuestión de apoderarse del malvado, sino también de no hacer sufrir al inocente. Así, enfatizando la fuerza como el justificado motor punitivo para frenar la cadena de violencia, la determina como un elemento necesario de cualquier sociedad estable.

Ninguna de las utopías esbozadas, per se, han podido lidiar con la violencia que hoy manifiesta el terrorismo islámico, sino más bien han sido sus cómplices y promotores por indiferencia, interés o pusilanimidad. Por eso, Lévinas, basado en la Torá, afirma que un Dios severo y un hombre libre preparan un orden humano mejor que una Bondad infinita para un hombre malvado. Traduciéndolo a las arenas internacionales, en esta guerra ideológica y geopolítica, una ley severa, su cumplimiento estricto y punición por parte de los organismos internacionales frente al hombre libre, preparan un orden mejor que una confianza, indulgencia, tolerancia u hospitalidad infinita frente al criminal. Ante lo último, tanto el Estado como el individuo tienen el personalísimo derecho a la autodefensa por la fuerza, velando por sus ciudadanos, por sus propiedades y por su integridad como país soberano.

El autor es rabino y doctor en Filosofía. Investigador, asesor y profesor universitario de Posgrado en Filosofía Judía Aplicada.

Fuente: Infobae