La pareja que dedicó su vida a "cazar" nazis: un cachetazo, un intento de secuestro y la persecución al "Carnicero" del Tercer Reich

La incansable búsqueda de Beate y Serge Klarsfeld, el matrimonio que investigó y denunció a grandes jerarcas nazis. En diálogo con Infobae, un repaso por su arriesgada tarea


1968. Mientras el canciller alemán hablaba en el parlamento, una joven de menos de treinta años, se levantó de su asiento, alejado del estrado, y con voz fuerte empezó a gritar: "Nazi, usted es un nazi. Renuncie". Kurt Kiesinger no pudo seguir como si no escuchara, interrumpió su discurso y, cuando quiso continuar, la voz le temblaba a causa del estupor y la indignación. Una foto eternizó el momento. Ella, Beate Klarsfeld con el puño levantado y el gesto de fiereza en la cara es agarrada por un hombre de traje que no sabe cómo manejar la situación y sólo atina a bajarle el brazo.

Hasta unos días antes Beate trabajaba en la oficina Franco-Alemana para la Juventud pero fue despedida a raíz de un artículo periodístico que escribió en el cual acusaba al canciller alemán de haber sido miembro del Tercer Reich. Luego de la remoción de su cargo, Beate se dedicó incansablemente a recabar información sobre el pasado de Kiesinger. Acumuló, junto a su marido Serge, una contundente montaña probatoria de las actividades pasadas del canciller. Y a su vez lanzó un desafío. Prometió que le pegaría un cachetazo en público. Esa amenaza parecía una bravuconada imposible de cumplir.

La búsqueda de información sobre Kiesinger no fue sencilla. Su alto cargo y su poder habían posibilitado que muchas de las pruebas fueran inaccesibles. Serge encontró la fórmula para vencer el cerco de silencio. La Guerra Fría jugó a su favor. Cruzó hacia Alemania Democrática. Allí halló los papeles que comprobaban sin lugar a dudas que Kiesinger, en ese entonces canciller alemán, había tenido larga participación y un alto cargo en la radio durante el nazismo: era la máxima autoridad radial para la difusión de la propaganda nazi y, en especial, antisemita en los territorios conquistados; él tenía poder de decisión, él determinaba qué material se emitía y cómo. En 1946 Kiesinger fue desnazificado. Entre los vicios jurídicos que los Klarsfeld descubrieron al estudiar las actas del proceso, se encontraba que el presidente de ese tribunal había sido el suegro de Kiesinger.

La voluntad del matrimonio Klarsfeld era probar el pasado nazi del funcionario, mostrar que el despido había sido injustificado y convencer a la sociedad de que quienes habían tenido participación en el gobierno nazi no debían más manejar los destinos de su país. No haber aceptado mansamente el despido (le aconsejaron que renunciara para evitar un escándalo) y haber ido a juicio con el aval de cientos de documentos inéditos que demostraban que sus afirmaciones eran verdad provocaron que el caso llegara a la primera plana de los diarios.

De esta manera se produjo el efecto contrario al deseado por Kiesinger. Quisieron silenciar una publicación con una tirada subterránea y sólo lograron que los diarios, que vendían cientos de miles de ejemplares, dieran a conocer las imputaciones en sus portadas. Beate no se conformó con eso. Insistía en cumplir con su promesa de asestarle un sopapo a Kiesinger. Consiguió acreditaciones a varios actos oficiales pero nunca conseguía acercarse a él.

Un cóctel en una embajada se presentó como el momento oportuno. Sin embargo, cuando ella enfundada en un largo vestido dorado de fiesta esperaba en un salón rodeada de invitados que perseguían bandejas con canapés de caviar, alguien informó que el canciller se ausentaría por una fuerte gripe. Hasta que una tarde, mientras Kiesinger estaba en un estrado, Beate fue pasando los distintos puestos de seguridad munida de una libreta y un lápiz. Su simpatía, su determinación y la fachada de periodista le permitieron avanzar. Llegó a un metro de su objetivo pero un guardia de seguridad de cada lado le impedían el paso. Luego de mucho insistir, de desplegar una cauta seducción, convenció a uno de ellos de que la dejara pasar. La excusa que dio fue que quería pasar para el otro lado y ese era el único camino. En un segundo estaba parada al lado del canciller, llamó su atención y le asestó una perfecta bofetada. La cara del hombre más poderoso de Alemania cimbreó en el aire y en una de sus mejillas quedó la marca colorada de los cinco dedos de la mujer. La foto llegó a la tapa de todos los diarios al día siguiente. Beate Klarsfeld había cumplido su promesa.

Hoy Beate tiene ochenta años, aunque parece de mucho menos. Su vitalidad es contagiosa. Habla con prestancia y firmeza. Mira fuerte. Está en Argentina presentando su libro (escrito junto a su marido Serge) Memorias, editado conjuntamente por Edhasa y Libros del Zorzal. Su editor local, Leopoldo Kulesz oficia de intérprete. "La memoria es fundamental. No hay que permitir el olvido. Ni la impunidad. Nosotros siempre buscamos justicia, no venganza. Ese es el único camino", dice.

Ella y su marido son conocidos como "cazadores de nazis". Ella se ríe del mote. Y explica que al principio no se los podía tildar de cazadores porque cazar implica una dificultad, perseguir, buscar algo oculto y los nazis sobrevivientes a fines de los sesenta en Alemania no se escondían. Vivían con sus nombres, trabajaban y nadie los molestaba. A los primeros, ellos los encontraron tan solo revisando la guía telefónica.

Serge es francés. Su padre Arno, de origen rumano, murió en Auschwitz. Arno había escondido a su familia en un placard y se había sacrificado por ellos ante los soldados alemanes. A él se lo llevaron pero su esposa y sus hijos sobrevivieron. Beate es alemana. Se conocieron en un andén el 11 de mayo de 1960. Una fecha premonitoria: ese día fuerzas del Mossad secuestraban a Adolf Eichmann en un descampado de San Fernando, en el Gran Buenos Aires. Como si ese episodio signara su pareja, que aún subsiste, como si los predestinara a perseguir nazis impunes de por vida.

Los roles en la pareja estuvieron siempre bien determinados. Serge es historiador y ya de grande se recibió de abogado. En él siempre recayeron las investigaciones, el acopio de datos y papeles, la difusión por escrito de sus hallazgos. A Beate le tocó la acción. "No tuve más dificultades por ser mujer, al contrario a veces eso me facilitó el camino. El prejuicio de algunos hombres hizo que no me consideraran un peligro, que no me tuvieran en cuenta, lo que me permitía trabajar mejor", dice Beate hoy. A pesar de eso algunos políticos dijeron que ella hacía lo que hacía debido a que "estaba sexualmente insatisfecha". Otros, la mandaron a lavar los platos.

Beate rápidamente se dio cuenta de que con el trabajo, las investigaciones, las denuncias no alcanzaba. Sus carpetas perfectas, los expedientes ordenados y de irreprochable material inculpatorio eran insuficientes. "Tomé conciencia de que mis carpetas no tendrían impacto a menos de que las acompañara de gestos llamativos: era la manera de volver manifiestas las causas por las que luchábamos", sostiene. Lo que hacían debía ganar visibilidad. Por eso, sin falsos pudores, sin timidez, tiñó de espectacularidad a sus intervenciones para que la población las conociera. Sabía que ese era el único modo de que la prensa les prestara atención.

Con el cachetazo lo logró. Toda Alemania conoció sobre el pasado del canciller, su actuación durante el Tercer Reich quedó fijada en el inconsciente colectivo (ese sería uno de los motivos por los cuales perdió la reelección poco después frente a Willy Brandt). Tanto alcance tuvo su irrupción que dos futuros Premio Nobel de literatura se pelearon por ella. Heinrich Böll y Günter Grass, las dos personas más escuchadas en la Alemania de fines de los sesenta, polemizaron duramente en público. Böll defendía a Beate y, tanto fue así, que para mostrarle gratitud le envió un ramo de flores.

Hasta cuando perdía parecía que Beate ganaba. Por la bofetada fue condenada a un año de prisión en suspenso y a publicar el fallo en seis diarios de publicación nacional. Esa publicación permitió que millones de alemanes leyeran detalladamente, tal como había quedado asentado en la sentencia, qué había hecho Kiesinger durante los años del nazismo, su involucramiento con el régimen. Una victoria pírrica del canciller.

De esa necesidad de lograr difusión, de esa vocación por dar a conocer el resultado de sus pesquisas provienen el brazo levantado y los insultos en el parlamento, el cachetazo, las manifestaciones y el siguiente gran logro del matrimonio: la quita del velo a Kurt Lischka. Kurt Lischka y Herbert Hagen habían sido los principales responsables por los crímenes nazis en Francia que por aquel tiempo no habían sido condenados. Estaban rebeldes de la justicia francesa y Alemania no los pensaba extraditar. A ellos se dedicó el matrimonio. A perseguirlos. A Lischska lo contactaron telefónicamente. Llevaba una vida normal y confortable con su familia. Luego lo filmaron a la salida de su casa en Colonia. Esas imágenes, breves, aún estremecen. El ex jerarca nazi, abrigado elegantemente, huye cuando se siente acorralado por sus denunciantes, cuando lo registran con una cámara. Luego los Klarsfeld, para eludir la impunidad, intentaron secuestrarlo y llevarlo hasta París.

El intento, que pareció planificado por la Armada Brancaleone, fracasó estrepitosamente. Serge fue llevado ante los tribunales alemanes por este intento de secuestro. La campaña que pusieron en marcha los Klarsfeld fue efectiva y otra vez convirtieron un momento desfavorable en una oportunidad para que su causa se esparciera. El lema decía: ¿Cómo podía Alemania juzgar y condenar a Serge y Beate y no a asesinos de masas como Lischka y Hagen?

Ellos siguieron durante más de una década intentando, juntando pruebas, alertando a la opinión pública mundial y presentando recursos hasta que consiguieron que quedaran frente a los estrados franceses. Lischka y Hagen recibieron largas condenas. Otro triunfo de los cazadores.

Acaso el mayor éxito de la pareja haya sido el de Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon. Desde que descubrieron su paradero en Bolivia, en 1971, hasta su condena, en 1987, pasaron 17 años. Una proverbial paciencia. Esa es una de sus virtudes innegable. La otra, la determinación. Una obstinación que no flaqueó en cinco décadas de trabajo.

Barbie se hacía llamar Klaus Altmann y trabajaba para el gobierno del dictador boliviano Hugo Banzer entrenando fuerzas paramilitares. También pasaba unos cuantos meses al año en la Paraguay de Stroessner. Los Klarsfeld lo encontraron, lo denunciaron, lo persiguieron, lo expusieron. Sus días de tranquilidad habían terminado. La historia finalizó, mucho tiempo después, con la expulsión del país del criminal nazi apenas asumió el primer gobierno democrático boliviano en décadas. Luego, Barbie fue juzgado y condenado en Francia.

"Fueron 16 años en los que no pudimos distraernos. Lo ubicamos, concientizamos a la opinión pública mundial, presentamos pruebas, movilizamos a la justicia alemana y a la francesa, lo expusimos como criminal nazi ante los bolivianos, impulsamos la causa. Esas fueron algunas de nuestras tareas en el caso Barbie", cuenta Beate con una sonrisa satisfecha.

Entre los trabajos historiográficos de Serge el más importante es el Memorial de la deportación de los judíos de Francia, en el que con absoluto rigor establece la identidad de los más de 75 mil deportados por los nazis: son casi 700 páginas que con el formato de una guía telefónica conforman un catálogo taxativo del horror. Actuó, también, como uno de los abogados de la acusación en el juicio a Barbie. Su alegato fue estremecedor. Leyó el nombre y la edad de los 44 niños que fueron sus víctimas. También alguna de las cartas que ellos llegaron a escribir. Eso fue todo. Nadie en la sala de audiencias quedó indiferente tras su participación.

A principios de los setenta, los Klarsfeld llevaron su lucha contra el antisemitismo a Varsovia y a Praga, lugares detrás de la Cortina de Hierro, territorio comunista. Allí se opusieron a las autoridades y expresaron su descontento por las actitudes y actos contra los judíos. Esos gobiernos de Europa Oriental no tomaron bien ese desafío y los echaron. Serge ya no pudo ingresar a Alemania Oriental a investigar. "Nuestro rol no era caer bien, sino decir la verdad. Y hacerlo lo más fuerte posible y si es necesario con brutalidad. Nunca respondimos a ningún partido político", declara Beate en la actualidad.

Consultada sobre su relación con el otro famoso cazador de nazis, Simon Wiesenthal, se muestra cautelosa, hasta algo reticente. "Él ha hecho un gran trabajo. Persiguió y encontró grandes criminales. Hizo una notable labor de investigación y documentación. Pero siempre lo hizo desde su oficina. Yo siempre fui a los lugares, siempre estuve dónde había que estar: Bolivia, Colonia, Lyon, el Líbano, Argentina, la Chile de Pinochet para denunciar la impunidad de Water Rauff y varios lugares más. Lo mío es la acción". Lo cierto es que tuvieron algunas diferencias extendidas en el tiempo. Wiesenthal no ayudó al matrimonio cuando le pidieron colaboración con la investigación inicial sobre Kiesinger. En relación a la búsqueda de Mengele, Wiesenthal sostenía que seguía vivo mientras ellos decían que ya estaba muerto. Las investigaciones posteriores le dieron la razón a los Klarsfeld. Y se enfrentaron a fines de los ochenta por el caso de Kurt Waldheim. Beate, con su pertinaz independencia política, denunció al mandatario austríaco mientras Wiesenthal calló sus denuncias.

Beate viajó a la Argentina en varias oportunidades. La primera fue en 1977, en medio de la dictadura militar. Marchó contra la Junta, se reunió con madres de desaparecidos, denunció a nazis, charló con Jacobo Timerman. Su visita sólo fue consignada por el diario The Buenos Aires Herald. Regresó en diciembre del 1987 para presentar ante el fiscal Andrés D'Alessio las pruebas que posibilitaron la extradición a Alemania de Josef Schwammberger.

"El Holocausto fue una inmensa tragedia, una masacre irracional, que no tiene ningún justificativo. No hay que permitir que borren la historia. Nuestra tarea es que permanezca la memoria, perpetuarla. El camino nunca fue la venganza. Sólo la justicia. Por eso no descansamos, por eso ejercitamos la paciencia. No hay que olvidar para que esta catástrofe no se repita. A los negacionistas se les responde con investigación , con documentos, con justicia", dice Beate con sus joviales ochenta años mientras mira hacia adelante, hacia las luchas que encarará en el futuro.

Por Matías Bauso
Fuente: Infobae