Mis Amores Paralelos. Por Uriel Gerade


¿Qué lazo une al estado de Israel con los corazones judíos de la diáspora? Vayamos al grano y seamos honestos con nosotros mismos. Un judío o una judía promedio; ¿puede amar a un estado en el que no desarrolla su existencia? ¿Hay cierta hipocresía (con todo respeto a quien lea estas líneas) en la comunidad judía diaspórica que ama a Israel pero vive en otro territorio? ¿Se puede querer a dos estados a la vez? ¿Con cuánta intensidad?

Estas preguntas turban los pensamientos de mucha gente. Las estadísticas no son necesarias para saber sobre la veracidad de dichas cuestiones. No solamente judíos, sino que muchas personas observan e inquieren con curiosidad. Incluso no pocos nacionalistas en cada país se preocupan por estas respuestas señalando, juzgando. Muchas veces no sabemos que responder, que pensar. Los amantes de Israel, ya sean sus correligionarios o aquellos millares que no lo son, lidian con miradas y opiniones despectivas de compatriotas desconfiados.

Antes de dedicarme a explayar mi humilde opinión; siento la necesidad de desahogar sensaciones. En mis palabras subsiguientes representaré únicamente mis creencias. Soy tan solo un joven como tantos otros. Trato de tener una opinión analítica y fundamentada del mundo y cada tema que me concierne, pero no mucho más. No digo estas cosas para desmerecerme. En mi corta edad he experimentado incontables esfuerzos para brindar identidad judía ligada a mi país de residencia e incluso a la tierra de Israel, con mis correligionarios y conciudadanos. Pero no quiero hablar como si mis dichos fuesen parte de un movimiento. Intento ser empático, analizar y concluir. Busco indagar en el subconsciente de mi entorno; poner en palabras sentimientos que son difíciles de explicar. En las siguientes líneas desarrollaré estos hábitos respecto a las preguntas previamente formuladas. Espero, con honestidad, que mi lectura de la realidad tal cual la puedo concebir, le sea al lector adecuada y ojalá la apropie con la responsabilidad que amerita ser un amante o hijo de Israel.

Nótese aquella última expresión: “hijo de Israel”. El conocedor de historia sabrá con seguridad de donde provienen formulaciones como esa y “Tierra de Israel”, entre otras. Refieren a uno de nuestros más reconocidos ancestros, Jacob, a quien Dios le cambió el nombre por el que hoy lleva con orgullo el estado en cuestión. No es mi intención entrar de lleno en la faceta religiosa de la cultura judía, pero ese detalle es clave y sustancial. El país actual, el único que adopta la ideología judía en el globo, toma dicho nombre. No posee las mismas fronteras ni los exactos elementos de aquella tierra ancestral. Pero allí, donde hoy en día se ubica, es que los judíos (los descendientes de Jacob y sus tribus) en tiempos de antaño nos establecimos y crecimos como pueblo. A pesar de las guerras y las expulsiones nuestro corazón se impregnó en la tierra prometida por Dios para nunca más salir. Condensando el primer concepto: existe una diferencia entre la TIERRA y el ESTADO de Israel.

Durante dos milenios a los hebreos del mundo nos fue casi imposible el acceso y visita a la tierra santa, el país donde alguna vez vivimos en libertad. Es sabido que durante este exilio, las comunidades de cada región del planeta sufrieron persecuciones incansables,

matanzas atroces y expulsiones inhumanas. Ningún gobierno que nos haya prometido seguridad la pudo garantizar indefinidamente. Si el judío no se auto-diferenciaba con el resto de la sociedad por sus costumbres ligadas a la religión, la sociedad lo diferenciaba de sí misma. Lo marginaba. Algunos, entre los que me incluyo, tenemos esperanzas. Esperanzas de que el avance de la modernidad genere poblaciones tolerantes con las minorías. Esperanzas de que la globalización y la posibilidad de profundización en los estudios generen acceso a los errores del pasado. Esperanzas que dichos errores de discriminación y muerte sean superados y asumidos como arcaicos, antiguos y peligrosos. Esperanzas básicamente; de tolerancia e igualdad. No solo con judíos, sino que entre todo credo, religión, cultura, ideología, etc. Tengo esperanzas que el individuo entienda que no es quien para impedirle vivir a otro con sus creencias, siempre y cuando este no dañe al prójimo.

Hay un concepto concretamente empático que quiero desarrollar y es tan simple como: “Nadie elige donde nacer”. Llegar al mundo en un sitio en particular implica en gran medida encariñarse con su gente, su cultura, su estilo de vida, las vivencias allí ocurridas, y entre otras tantas cosas: AMARLO. En otro plano, gran parte del mundo judío mantiene su lazo con la antigua TIERRA de Israel como parte de la cultura que heredamos y todo lo que ello implica. La garantía de que hoy en día la tengamos a disposición, después de dos mil años, nos la permite el ESTADO de Israel. Allí radica el lazo diaspórico judaico a mi entender. Paso a describirlo más sencillamente:

La nacionalidad y la religión circulan por caminos paralelos en la personalidad humana.

Basta para explicar esto, observar que ningún otro país genera diásporas a la medida de la cultura judía. No hay una referencia tan puntual. Los judíos del mundo tenemos un profundo amor a la tierra de nuestros ancestros y en la que hoy, tras tanto tiempo se encuentra un estado que nos permite conocerla y tenerla segura. Allí, en el país hebreo, los portadores de esta cultura tenemos la primera garantía de paz perpetua. Ningún gobierno o movimiento apoyado por los mandatarios nos perseguirá hasta matarnos por nuestras creencias. Por ende, es entendible el amor de muchos judíos por tanto la TIERRA como el ESTADO de Israel.

Creo hablar por la mayoría de los diaspóricos al decir que le tengo un profundo agradecimiento y cariño al estado de Israel. Por cuidar de la tierra de mis ancestros y los sitios sagrados de mi religión que nos fueron prohibidos por milenios. Gracias a esa actitud que dicho país realiza por mí y por la gente como yo; siempre tendrá mi lealtad. No me avergüenza decir que lo amo. Pero tengo otro amor que prevalece en mi identidad nacional. Uno al que quiero enamorar de mi persona. La tierra de mis padres, abuelos y bisabuelos. Aquella que albergó a mi familia por un centenar de años, incluso antes de la existencia del estado protector de mi religión. Adoro a mi Argentina querida, como de seguro tantos diaspóricos aman sus respectivos países. Queremos ganarnos su cariño generación tras generación para devolverles todo el esfuerzo que han hecho por nuestra gente. Todo el resguardo que nos brindaron a nosotros, nuestros amigos, familiares, seres queridos y cercanos. En mi caso amo mi idioma, la comida de mi país, su población, su música, sus calles, sus paisajes. Me emociono incluso al escribir estas líneas. Rezo por el bienestar de mi república a diario y me esfuerzo por ser un buen ciudadano.

A su vez es verdad que a veces, cuando camino con una kipá por la calle me siento observado con desdén. Es cierto que con frecuencia recibo y escucho comentarios antisemitas. Sé que provienen de la ignorancia, pero allí están. A quien no haya sufrido discriminaciones,

permítame contarle que las sensaciones son horribles. En algunas ocasiones despierta orgullo, pero es proveniente de una degradación. Claro… nos sentimos degradados previamente, disminuidos. Otras oportunidades, entiendo que la mayoría, genera vergüenza. No sé cuántos sentimientos pueden ser más tristes y dolorosos que avergonzarse de lo que uno es. Si los hay espero nunca conocerlos, y le deseo al mundo entero que no vivan tales sensaciones. No vale la pena ahondar en detalles. Solo quiero expresar con esto, que es lógico a mi entender, el sentimiento de muchos judíos para hacer Aliá debido a las dificultades de vivir señalados con una palabra en la frente que nos identifica y en muchos casos es usada despectivamente.

Reconozco que aquellas personas agresivas son minoría y lamentablemente tienen prejuicios infundados. Sonrío con alegría cuando la curiosidad sobre mi religión y el milenario pueblo judío llegan desde la sana voluntad de aprender. Me emociona cuando mis conciudadanos sienten empatía religiosa hacia mí o me saludan con un típico saludo hebreo a modo de juego cariñoso. Esa es la Argentina que añoro. Donde las personas olvidan sus prejuicios, donde cada uno es libre de vivir como quiera sin dañar al vecino, donde las relaciones entre personas no necesitan una etiqueta. Ojalá cada uno y una podamos vivir así. Dios quiera que todos los países alcancen esos niveles de convivencia. Yo, en particular, me he comprometido conmigo mismo a luchar incansablemente, a mi manera, para acercar la bella nación en la que vivo hacia tal objetivo. Creo fervientemente que ese debe ser el rol de cada judío diaspórico y su relación con Israel. No se necesita activismo, sino predicar con el ejemplo, demostrando la calidad de ciudadanos que podemos ser. Construyendo un mundo mejor el concepto de diáspora no sería necesario.

No importa si el judío ama a la tierra o al estado de Israel y no vive allí. Tampoco si es sionista o no . Lo que realmente es tangible; eso que marca un hecho sustancial, es que todo hebreo siempre tendrá un lazo con el estado de Israel. Ya sea por la garantía que genera o el sitio en el que radica. Pero lo que jamás hay que olvidar es que el amor tiene muchos caminos paralelos. Pueden cruzarse o no. Eso depende de cada persona, de cada corazón y se demuestra con cada actitud. Amar a uno permite y no contradice hacer lo propio con el otro. Por eso, queridos lectores, no se avergüencen si los señalan con cuestiones al respecto pues el amor es sano, y en caminos paralelos… no tropieza.

(x) “Nota originalmente publicada en conisraelyporlapaz.com http://www.conisraelyporlapaz.com/2020/06/01/mis-amores-paralelos/ “.