Las revelaciones recientes del Archivo Secreto vaticano. Por Julián Schvindlerman

Los Archivos Secretos vaticanos, desde el año pasado renombrados Archivos Apostólicos, equivalen a 85 kilómetros lineales de estanterías que contienen documentos de más de 12 siglos de antigüedad. No toda la longitud tiene acceso irrestricto. Según informa The Atlantic, “solo unos pocos milímetros de páginas se han escaneado y están disponibles online”. Su acceso es restringido, sólo aquellos oficialmente autorizados pueden revisar sus páginas, y deben hacerlo presencialmente, en Roma. Según el New York Times, apenas se permite leer tres documentos a la mañana y dos a la tarde. De modo que el proceso para cualquier investigador puede ser frustrante. El 2 de marzo pasado, el Vaticano abrió los archivos relativos al pontificado de Pío XII, sólo para cerrarlos tres días después debido a la pandemia del Covid-19. Reabrieron luego por un mes, en junio, para cerrar otra vez por el verano europeo hasta fines de agosto y dar lugar a una nueva apertura en septiembre.  

David Kertzer, un notable vaticanista de la Universidad Brown, sacó buen provecho a ese lapso, y, asistido por un académico residente en Roma,  a fines de agosto compartió con el público general algunos de sus hallazgos. En una extensa nota en The Atlantic, narró los debates internos que rodearon la decisión del Papa de permanecer en silencio cuando los nazis deportaron a los judíos romanos en 1943, y dedicó buena parte de su artículo a comentar el caso del secuestro de dos hermanos judíos cuyos padres habían perecido en la Europa nazi. Es el caso de Robert y Gérald Finaly, dos huérfanos judíos que fueron secretamente bautizados por sus custodios católicos, pasaron a ser considerados miembros de la iglesia, y en consecuencia se obstruyó lo más que se pudo su retorno al judaísmo en el cual habían nacido. Su historia se inscribió en una larga tradición vaticana de no renunciar a judíos bautizados (de forma voluntaria o no), que a lo largo de los siglos arrojó varios casos muy polémicos.

Ciertamente, en su tiempo varios papas anunciaron con claridad que los cristianos no debían recurrir a la violencia o a la intimidación para lograr conversiones de judíos. Sin embargo, fueron no menos categóricos en un asunto clave: forzada o voluntaria, una vez acontecida, la conversión ya no podía ser desandada. En el siglo XIII, el Papa Inocencio III declaró a los bautismos irrenunciables y desde entonces incontables familias judías perdieron a sus hijos que habían sido bautizados a sus espaldas. En muchos casos, los bautismos fueron llevados a cabo por sirvientas impresionables que buscaron salvar las almas de niños judíos enfermos. Una de ellas, velando por la salud de Isacco Finzi en 1725, mojó sus manos, hizo el signo de la cruz sobre el cuerpo de la criatura y lo pronunció bautizado. Isacco pasó a manos de la iglesia. En 1746, Antonia Viviani ingresó a un hogar judío en el gueto romano y arrojó gotas de agua sobre las cabezas de las tres niñas de la familia Misani. Sus padres nunca más las volvieron a ver. En 1809, Magdalena Pacifici escuchó de una judía llamada Raquel decir que su pequeña hija, Rosa, estaba habitualmente enferma. En un momento de descuido de la madre, arrojó agua de lluvia sobre la niña y declaró: “Rosa, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Una vez que esta viuda católica de Tívoli relató su gesta durante su confesión en la parroquia, la información llegó a Roma y al poco tiempo la policía papal fue al gueto por la niña judía. La más famosa de estas conversiones secretas ocurrió en Bolonia, en 1852, cuando Ana Morisi, la niñera de la familia hebrea Mortara, bautizó al pequeño Edgardo sin conocimiento de sus padres. Seis años más tarde, el Vaticano se enteró de ello y secuestró al niño. Este caso específico ocasionó una reacción internacional muy fuerte, signada por la intervención de los emperadores de Francia y Austria, una cobertura mediática sostenida y una opinión pública indignada. Pero el Papa Pío IX permaneció impasible. Eventualmente, Edgardo Mortara se hizo sacerdote y murió en su ancianidad como Pío María. David Kertzer dedicó un libro entero a este incidente -El secuestro de Edgardo Mortara- y documentó otros tantos casos en Los papas contra los judíos: el papel del Vaticano en el auge del antisemitismo moderno.

De modo que cuando en la segunda mitad de la década de 1940 ocurrió el caso de los hermanos franceses judíos Finaly, no había mucha esperanza de un desenlace feliz para el nuevo episodio bautismal. Los niños habían sido dados por sus padres a una amiga gentil para resguardarlos de las redadas nazis en la Francia ocupada. Temerosa ella misma de ser arrestada, entregó a los hermanos al convento de Notre-Dame de Sión, en Grenoble. Las monjas, a su vez, dieron los niños a la guardería municipal. Con la finalización de la Segunda Guerra Mundial, parientes de la familia Finaly que residían en el exterior buscaron, y hallaron, a Robert y Gérald, pero para su sorpresa, sus custodios católicos rehusaron devolverlos a su familia biológica. En 1948 fueron bautizados y, como establecía la doctrina eclesiástica, a los ojos de Roma, los niños eran ahora cristianos. Nació así una saga retorcida, con el traslado clandestino de los niños hacia la región vasca de España, una búsqueda internacional complicada, acusaciones encendidas y apologías encarnizadas. Sólo tras la judicialización del caso, el arresto de varios sacerdotes y monjas en 1953 bajo cargos de secuestro, y la notoriedad pública del hecho, pudieron los hermanos judíos bautizados lograr, esta vez, regresar a su pueblo. Hoy viven en Israel, donde se dedicaron a la ingeniería y a la medicina.      

Estos hechos ya eran conocidos por los historiadores. El aporte singular de Kertzer radica en el descubrimiento del rol de Pío XII y otros altos oficiales de la curia romana en este affair. Tristemente, el Vaticano hizo lo posible por frustrar el retorno de los hermanos Finaly a su familia legítima. Lo cual fue de una gravedad especial a la luz de que esto ocurrió luego del Holocausto, tras el genocidio de casi las dos terceras partes de la judería europea, incluyendo a 1.5 millón de niños. En la posguerra, miles de chicos judíos estaban desparramados en el continente europeo, muchos de los cuales habían sido escondidos en instituciones religiosas católicas. En junio de 1945 se estimaba que solamente en Francia 1.200 niños judíos permanecían en hogares o instituciones cristianas. Kertzer muestra que durante los años que duró el episodio, oficiales vaticanos expresaron que “la iglesia tiene el deber inalienable de defender el libre albedrío de estos chicos quienes, por medio del bautismo, pertenecen a ella”, o protestaron contra “las dificultades indisputadas causadas por el judaísmo”, o se quejaron de que “los judíos, atados con los masones y los socialistas, han organizado una campaña de prensa internacional”, e incluso recomendaron “resistir” a los custodios católicos involucrados en ocultar a los niños, aun ante un posible dictamen desfavorable a la iglesia. La gestión de la Santa Sede, se indicó en un telegrama oficial, debía permanecer bajo el radar. “E´bene che S.O. non apparisca” (“Es bueno que la Santa Oficina no sea visible”) instruyó entonces el cardenal Giovanni Battista Montini, el futuro Papa Paulo VI.

Todo esto ocurrió antes del Concilio Vaticano II, a partir del cual Roma reformuló radical y positivamente su relación con el pueblo judío. Aunque causa sorpresa, conforme señala Kertzer, que “la posición de la iglesia sobre el bautismo permanece inalterada incluso ahora: «Una criatura de padres católicos o aún de padres no católicos es lícitamente bautizada ante el peligro de la muerte incluso contra la voluntad de sus padres»” (Código de Ley Canónica, Libro IV, Parte I, Título I, Capítulo III). La decisión de Francisco -un pontífice incuestionablemente filojudío- de abrir los archivos concernientes al pontificado de Pío XII merece ser reconocida. Al ordenar la apertura anticipada en 2019, dijo que “La iglesia no le teme a la historia”. Bien por él, pero a la luz de lo que hemos conocido de esa historia gracias al profesor Kertzer, quizás debiera.


Por Julián Schvindlerman. Autor de Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío (Debate)