A 25 años del magnicidio de Isaac Rabin. Por Julián Schvindlerman

El 4 de noviembre de 1995, el Primer Ministro de Israel, Isaac Rabin, dio un corto discurso ante una multitud reunida en una plaza céntrica de la ciudad costera de Tel-Aviv en apoyo al proceso de paz. Había asistido junto a su Ministro de Relaciones Exteriores, Shimon Peres, con quien había compartido el Premio Nobel de la Paz el año previo, en reconocimiento a la firma de los Acuerdos de Oslo con la Organización para la Liberación de Palestina liderada por Yasser Arafat, el tercer recipiente del galardón. Reinaba entonces una atmósfera de gran optimismo y de mucha crispación social en Israel, en simultánea contradicción. Buena parte de la población estaba convencida de que la paz había advenido con el pueblo palestino tras un prolongado período de duras disputas y sangrientas confrontaciones. Otra parte de la población consideraba que el pacto firmado con Arafat y su organización terrorista había sido un error histórico y moral que sólo traería una paz  ilusoria. La bipolaridad política se había instalado en la nación, con dos bloques asentados en sus trincheras ideológicas, portando dos visiones muy distintas de la realidad circundante, y con muy poca tolerancia hacia las opiniones antagónicas. La grieta era tan acentuada que no pocos analistas hablaban de una guerra cultural.

A esa manifestación, sin embargo, no sólo habían asistido pacifistas y seguidores de la potente y compleja dupla que conformaban Rabin y Peres. También estaba entre ellos, agazapado y desapercibido, el joven que apuntaría su arma contra el premier israelí y perpetraría el mayor asesinato político en la historia de Israel. Yigal Amir, el estudiante universitario y militante de las esferas de la derecha religiosa radical, esperó a los oradores aquella noche cerca del estacionamiento. La cámara casual de un aficionado mostrará posteriormente el momento de su duda, cuando Rabin regresa al escenario a agradecer a los organizadores mientras Peres continúa su marcha hacia el automóvil oficial. ¿A cuál de ellos asesinar? Se inclinó por Rabin. Se acercó y le disparó tres veces por la espalda. Moría así, de un modo casi irreal e inconcebible, en pleno corazón del país y a manos de un judío israelí, uno de los estadistas más respetados de Israel y una personalidad universalmente admirada. La nación, y una importante porción del mundo, estaban shockeados.

A su funeral asistieron cerca de dos mil quinientos enviados de casi ochenta países, un guarismo elevado para ese pequeño país asediado. El rey Hussein de Jordania y el presidente Hosni Mubarak de Egipto, representantes de los únicos dos países árabes en formalizar la paz con Israel hasta entonces, viajaron a la ceremonia en Jerusalem. También fueron representantes de Marruecos, Omán, Catar y Mauritania; lo que fue visto como un ejemplo del éxito de la diplomacia regional de Rabin. Por razones de seguridad, Yasser Arafat no fue invitado. Una porción considerable de la comunidad internacional quería despedir a un estadista apreciado, pero también se materializaba el interés no declarado de apuntalar al proceso de paz inaugurado apenas dos años atrás. Se temía que con la partida de Rabin, éste tambaleara. El presidente de Estados Unidos Bill Clinton se despidió emotivamente de su par israelí con su muy recordado shalom javer (“adiós amigo”) ante la mirada atenta y emocionada de presidentes, secretarios de estado, embajadores,  senadores y periodistas.

Por definición, un magnicidio es un acto de violencia política destinado a conmocionar. La víctima de tan anormal fallecimiento alcanza un aura propia post mortem. Su vida puede pasar a ser vista en una retrospectiva benevolente, incluso romántica, en virtud a un anhelo, consciente o inconsciente, de honrar debidamente al difunto y de no herir las sensibilidades de sus familiares y seguidores con algún señalamiento objetivo. Pero adherir a esta sacralización inmaculada poco favor haría a la figura del verdadero Rabin y malograría una apreciación justa de su lugar en la Historia. Tal como el biógrafo suyo, aliado y amigo, Itamar Rabinovich, ha escrito en Isaac Rabin: Soldado, líder, estadista, “por trascendental que el asesinato de Rabin fuera, es su vida –sus decisiones y sus actos— y no su muerte la que define su legado”.     

Es un tanto irónico que un patriota y héroe nacional como Rabin deba su nombre a su abuelo materno, Isaac Cohen, un adinerado judío ortodoxo antisionista de Bielorusia. Su hija, y futura madre de Rabin, se llamaba Rosa y era una comunista cabal que se ganó el apodo de “Rosa la roja” debido al ímpetu de sus convicciones izquierdistas. El padre de Rabin, Nehemias Rubijev, nació en el seno de una familia pobre de Ucrania. Ambos emigraron a Palestina y tuvieron a Isaac el 1 de marzo de 1922 en Jerusalem. Rabin hizo la carrera militar y tuvo un rol protagónico en la Guerra de la Independencia de 1948, especialmente en la batalla por Jerusalem. Su heroicidad quedó ensombrecida por ser quien ejecutó la decisión sombría del premier David Ben-Gurión de hundir un buque que llevaba armas francesas y tripulación judía para una milicia derechista, el Irgún, comandada por Menajem Beguin.

Pero fue su papel como Jefe del Ejército durante la Guerra de los Seis Días lo que pulió su imagen de agudo estratega. Bajo su liderazgo, en pocos días Israel derrotó a tres países enemigos prestos a atacarla y expandió sus fronteras a un tamaño inimaginable al inicio de la contienda. Recién en 1974 se supo que en los días previos a la guerra Rabin tuvo un colapso nervioso. Tuvo que ser medicado y estuvo ausente durante 24 horas, lo que se justificó aduciendo que había padecido una sobredosis de nicotina. Otra ironía: el hombre que dio a Israel un éxito rotundo en 1967 que redundó en la expansión de su territorio nacional, unas décadas después será quien intentará resolver políticamente las secuelas territoriales de esta guerra. Esta cita suya de inicios de la década de 1970, vista con el beneficio de la retrospectiva histórica, ilustra su posicionamiento político. En un intercambio con israelíes nacionalistas, Rabin advirtió: “Desde mi punto de vista, la Biblia no es un registro de propiedad de tierras para Oriente Próximo”. En efecto, Rabin cultivó una imagen de “halcón” militar con otra de “paloma” política. El primero de sus atributos legitimó ante la opinión pública las acciones que tomaría impulsado por el segundo de ellos.

Tras la renuncia de la premier Golda Meir a consecuencia del fracaso de desoír las advertencias acerca del ataque árabe de la Guerra del Iom Kipur en 1973, Rabin asumió la conducción del país, en junio de 1974. A sus 52 años se convirtió en el quinto premier de la historia del país. El salto de las barracas a la política no fue lineal: antes había pasado una estancia como embajador en Washington. Durante su mandato debió lidiar con la crisis de Entebbe en 1976, cuando comandos palestinos y alemanes secuestraron un avión francés en la ruta Tel Aviv-Paris y lo desviaron a Uganda. Su gobierno ideó un arriesgado plan de rescate a casi cinco mil kilómetros de distancia y la operación se llevó a cabo con éxito. Políticamente, empero, un áspero debate se coló al ámbito público entre Shimon Peres e Isaac Rabin: el primero había alegado a favor de una misión militar desde el principio, en tanto que el segundo había dudado en aprobarla.    

En 1977 debió renunciar al gobierno cuando un periodista reveló que su esposa tenía una cuenta en dólares en Estados Unidos, lo que constituía una violación de la ley de moneda de entonces. Ese mismo año, por primera vez ganó las elecciones nacionales el partido Likud, y el Laborismo perdía la hegemonía política. Rabin seguirá activo en la política local, será Ministro de Defensa en un gobierno de coalición del Likud y el Laborismo, y retornará al tope del poder en 1992, con Peres a su lado como canciller. Debilitado por la intifada palestina gestada en 1987, el ahora Primer Ministro Rabin adoptará una agenda pacifista y concesiva. Cuando Peres le informe acerca de la existencia de un canal secreto de contactos con la OLP, Rabin le dará luz verde y el proyecto culminará en 1993 en una ceremonia formal en la Casa Blanca. Al año siguiente firmará un acuerdo de paz con Jordania. Un año más tarde será trágicamente ultimado, en un clima enrarecido por una incitación desquiciada.

Los primeros años posteriores al asesinato fueron muy lúgubres en Israel. Muchos de sus seguidores creyeron que la mejor manera de honrar su memoria era perpetuar su agenda de paz, en vez de tomar el magnicidio como un punto de inflexión en pos de la unión nacional. Sus detractores querían recordar con respeto al hombre, pero separarlo de sus políticas que objetaban. La apropiación que se ha hecho de su persona centrista desdibujó el hecho de que no sólo había una tensión ideológica entre el Laborismo y el Likud, sino también dentro del propio Laborismo. Peres ambicionaba la interacción completa de Israel con un futuro estado palestino; Rabin, por el contrario, pretendía una escisión política y territorial del pueblo palestino. Como se dijo en aquella época, Peres quería un matrimonio y Rabin un divorcio. Su dualidad de halcón militar y paloma política quedó cristalizada en una frase de Henry Kissinger que Itamar Rabinovich recuerda en su biografía. Tras escuchar algunos sermones rosados sobre el líder israelí en una ceremonia de recordación en Boston, Kissinger murmuró: “Isaac no era ningún hippy”.

Su legado político es ambivalente. Tuvo grandes aciertos, como fueron la paz con Jordania y la mayor inserción diplomática regional del país. Pero la dinámica de Oslo que él puso en marcha tuvo terribles consecuencias: cientos de atentados terroristas palestinos en las calles de Israel durante el proceso de paz, una futura intifada de la Autoridad Palestina y tres guerras con Hamas. Transcurrido un cuarto de siglo de aquél crimen atroz, Isaac Rabin merece ser conmemorado con ecuanimidad.


Fuente: Perfil – El Observador