"Tres nazis en primera persona": conferencia en la AMIA del periodista que los encontró y los desenmascaró

Alfredo Serra relató el caso de Klaus Altmann-Barbie, Walter Kutschman y Eduard Roschmann, quienes, como tantos otros criminales, fueron recibidos, amparados y dotados de nuevos documentos por el Estado Argentino a partir de 1945


Ante más de un centenar de personas, el periodista Alfredo Serra brindó en la AMIA una conferencia en la que se refirió al caso de Klaus Altmann-Barbie, Walter Kutschman y Eduard Roschmann, quienes, como tantos otros criminales, fueron recibidos, amparados y dotados de nuevos documentos por el Estado argentino a partir de 1945.

"Muchas veces me han preguntado, aquí y en otros círculos, qué se siente al estar cara a cara con un criminal nazi.

Pero pasado tanto tiempo de esos episodios que me llevaron a encontrar a tres de ellos y que narré en mi libro "Nazis en las Sombras", editado por Atlántida con participación de la AMIA, confieso que la sensación sigue siendo ambigua. Figura de dos caras…

Por un lado, el orgullo de haber logrado algo casi imposible, ya que en esas aventuras (y también actos de justicia) sólo conté conmigo…, y el azar. Lo que en periodismo llamamos "la primicia". El golazo. Alegría que pertenece a las estrictas reglas, usos y costumbres de este oficio.

Por el otro, y sin exagerar el autoelogio, la seguridad de haber contribuido con unos pocos granos de arena a desenmascarar criminales nazis. Admiro ciegamente a los hombres y mujeres que hicieron de esa búsqueda la gran misión de su vida.

No soy un investigador privado. Tampoco tuve el apoyo de agentes de inteligencia, detectives, informantes profesionales, y ni siquiera cronistas que secundaran mi trabajo, salvo en los primeros días de la desaparición de Walter Kutschman, y que resultaron esfuerzos estériles. Trabajé solo, sin prestar demasiada atención a quienes me auguraban terribles amenazas y peligros.

En verdad, no los hubo: tomé algunas precauciones elementales dictadas por el sentido común…

¿Adónde está Walter Kutschmann? Su búsqueda fue una pieza de suspenso, por la cantidad de pistas difusas, los caminos cruzados y el mutismo del gobierno y la policía argentinos.

Como investigación, sin duda la más ardua.

Y la resolución del enigma, además de una primicia que parecía imposible, lo impulsó un golpe de azar y, al mismo tiempo, una obra maestra de la venganza y del desprecio, y un puro acto de justicia.

Viernes 27 de junio de 1975, siete de la mañana en Buenos Aires. A esa hora, un pequeño grupo de colaboradores de la revista Gente presenta pruebas, ante el jefe de la Policía Federal, de que el ciudadano argentino Pedro Ricardo Olmo no es otro que el criminal de guerra nazi Walter Kutschmann, SS, responsable del asesinato de 4.000 personas, algunas por mano propia.

Una foto de 1934 lo muestra junto a unos cuarenta jóvenes acólitos de Hitler, en primer plano.

14 años después, en 1948 y bajo el nombre de Federico Wegener, este país le concedió una inmediata carta de ciudadanía.

Kutschmann tiene, ese día de 1975, 61 años, es casado, jefe de Compras de la empresa Osram, Bernardo de Irigoyen 330, ocupado en precios de filamentos de tungsteno otros artículos, y los porteros y ascensoristas recuerdan que "nunca saludaba, era orgulloso y poco amable, y llegaba y se iba de su empleo puntualmente, zambulléndose enseguida en la boca del subterráneo".

Al otro día, sábado 28 de junio, en la empresa lo vieron por última vez. Llegó muy temprano. Lo acompañaban cinco hombres que hablaban en alemán, y a juzgar por el tono, no muy amablemente. Y desapareció…

Según denunció Wiesenthal, a pesar de la vigilancia de agentes del Centro de Documentación Judía, su impenetrable bunker en Viena, "logró romper el cerco y salir del país, refugiándose, quizá, en Paraguay".

Empecé, con un trío de cronistas, a rastrear su vida, con la esperanza de descubrir su paradero.

Su primera misión, su bluttorden (orden de sangre de los SS), fue el fusilamiento de cuarenta profesores judíos y sus familias en las colinas de Wulencka, con un pavoroso detalle: también hizo fusilar a los dos ucranianos que cavaron la enorme fosa destinada a los cadáveres para que no quedaran testigos de la masacre.

Ascendió. Jefe de la Sección de Asuntos Judíos de la Gestapo en Tarnopol, Polonia, un par de altos destinos más, y olfateando la derrota del Tercer Reich consiguió documentos falsos y huyó a la España del tirano Francisco Franco, de algo más que simpatía por el nazismo: aviones alemanes bombardearon Guernica, en Vizcaya, punto sagrado para los vascos, el 26 de abril de 1937…

Los 28 años siguientes transcurrieron sin sobresaltos: según Wiesenthal, hasta se vinculó a círculos culturales frecuentados por la comunidad israelita…

Comunicado oficial de la empresa Osram: "El señor Pedro Ricardo Olmo ha sido licenciado hasta que se aclare su situación".

La aguja se había escondido en el pajar…

Pero el sol empezó a salir seis meses después de mi última nota sobre Kutschmann: una crónica escrita con la mayor fidelidad posible que describía sus pasos desde oficial SS a pacífico ciudadano argentino amparado por un halo de inocencia y un empleo respetable.

Nunca lo supe. Pero quizá esa nota fue el detonante de lo que sucedió un sofocante jueves de diciembre de 1975, mientras cerraba mi oficina.

Teléfono. Desde la recepción me informan que "un hombre quiere verlo, pero se niega a dar su nombre. ¿Va a recibirlo?".

Lo pienso: el terrorismo estaba en auge, y la amenaza o la bala podían llegar desde la guerrilla o la Triple A.

Nadie estaba a salvo.

Pero corrí el riesgo:

—Está bien. Que suba al tercer piso.

Llegó. Lo recibí en el hall. Era un hombre de unos 35 años, flaco, altura media, impecable traje gris perla, corbata, que se presentó como "un industrial textil de Junín".

Les ahorro toda la charla, demasiado larga y teñida de natural desconfianza de mi parte…

Pero en un punto fue concreto. "He leído sus notas sobre criminales nazis, y tengo una información que puede interesarle. Puede ayudarle a encontrar a Kutschmann. Pero no quiero regalarla: quiero venderla".

Le expliqué que yo era un redactor raso, y no estaba autorizado a usar dinero de la empresa.

"Comprendo", dijo. "Pero la suma no es mucha. Creo que está a su alcance. Yo quiero un peso".

Intenté pagarle de mi bolsillo: después de todo, no era mucho para perder. El precio de un chocolatín…

"No", me detuvo."Quiero una operación formal. En caja y contra recibo".

Bajamos a Contaduría. Cobró el peso y firmó un recibo que ni miré: seguramente no era su nombre real.

Volvimos a mi oficina.

—Espero los datos —dije, impaciente y todavía incrédulo.

—Lo va a encontrar en Miramar. Vive allí. Tiene un Mercedes Benz gris de 1950. Es el único que hay en Miramar. Su departamento está pegado al mar. Vaya pronto. Que tenga suerte.

Me dio la mano y no esperó el ascesor. Bajó a la carrera por la antigua escalinata de Atlántida.

Un peso. Un criminal nazi vendido por un peso. Borges no escribió ese cuento…, pero lo habría celebrado.

Partí esa misma noche con el fotógrafo Ricardo Alfieri (h), el mismo que quemó dos rollos en Bolivia cuando estuve cara a cara con Klaus Altmann. Con el terrible Klaus Barbie, su nombre de guerra.

Capturar su imagen (¡la primera en sus casi tres décadas camuflado en la Argentina!) fue más fácil de lo esperado. Bastaron una larga espera ocultos en un taxi, y un poderoso teleobjetivo en manos de Alfieri, cuando el Mercedes Benz estacionó frente a un pequeño edificio de departamentos y bajó un hombre alto, flaco, zapatillas, pantalón de jogging, camisa leñadora a cuadros, gruesos anteojos.

Antes de que pusiera la llave en la puerta corrí y le grité "¡¡¡Kutschmann!!!

Saltó como picado por una serpiente.

—¿Quién es usted?

—Eso no importa. Pero usted es Kutschmann.

—No soy ese hombre. Soy Pedro Ricardo Olmo.

—Es Kutschamm, y acabamos de fotografiarlo. Su imagen no tardará en llegar a manos de Wiesenthal…

—Ya sé quien es usted. El hombre que destruyó mi vida con las notas que publicó.

—No fui el único.

—Pero usted usó las palabras de un modo… especial.

—Pero ahora le ofrezco una oportunidad. Defiéndase.

—Recién en marzo estaré en condiciones de asumir mi defensa.

—Para mí, marzo es la eternidad.

—Todavía me faltan pruebas, y mis asesores legales no quieren que haga declaraciones hasta entonces, hasta que las tenga.

—Entonces no me queda otro camino que publicar su historia, su foto, su auto, la dirección de su casa.

—Haga lo que quiera. Pero si publica algo…, me entrega a mis asesinos.

—No sea ingenuo. Si lo encontré yo, un simple redactor, más fácilmente lo encontrarán sus supuestos asesinos.

—No importa. Igual soy hombre muerto. Cada día que pasa los espero. Por eso me muevo libremente, entrar, salir, mostrarme sin armas y sin custodia.

(La entrevista sucede en la playa. La mañana, desmintiendo a enero, es helada. De pronto, pálida, aterida, temblorosa, aparece su mujer: "Dígales a los asesinos que vengan con dos balas: una para él y otra para mí).

—¿De qué vive, Kutschmann?

—Perdí mi empleo. La empresa, al saber quién era yo, me despidió. Pero cobré la indemnización y vendí algunas propiedades. De eso vivo ahora. Cuando se acabe, no sé que será de mí…

—¿Quién quiere matarlo?

—Hay 70 mil hombres dispuestos para eso.

—¿Adónde?

–Acá, en la Argentina.

(En cuanto a sus crímenes, se amparó en la cínica y clásica respuesta: "Era una guerra, soy un soldado, cumplí órdenes")

Cada tanto, él y ella cambian frases en alemán.

Tengo la nota. Hacemos nuestros bolsos y nos vamos.

La nota se publica en varias páginas. Pero a pesar del pedido de captura, los días de Kutschmann siguen sin sobresaltos.

Recién el 14 de noviembre de 1985, una década después de mi grito (¡¡¡Kutschmann!!!), fue detenido en Florida, provincia de Buenos Aires, por agentes de Interpol.

Empezó entonces una larga pulseada de acusaciones, chicanas legales y tecnicismos para salvarlo, hasta que el 30 de agosto de 1986, en el hospital Fernández, murió de un ataque al corazón.

Lo tuve en mis manos. Lo mostré al mundo. Pero no se hizo justicia.

El primero de "mis nazis" fue Klaus Altmann, SS, jefe de la Gestapo en Lyon, Francia, durante la ocupación nazi, donde se le atribuyen el envío a campos de concentración a 7.500 personas, 4.432 asesinatos, y el arresto y la tortura de 14.311 miembros de la Resistencia francesa. Tras la derrota del Reich, huyó y se refugió primero en Buenos Aires y después, a lo largo de dos décadas, en La Paz, Bolivia. Su nombre de guerra: Klaus Barbie. El azar me jugó un naipe a favor. De paso por La Paz, con Ricardo Alfieri, rumbo a la selva para hacer una nota de El Mutún, la mina de hierro a tajo abierto más grande del planeta, noté que frente a la cárcel principal había no menos de 30 periodistas, fotógrafos y camarógafos extranjeros. Klaus Altmann-Barbie estaba preso "por averiguación de identidad": una farsa. Vivía en Bolivia hacía un cuarto se siglo, era millonario, y un prohombre para la extrema derecha del país…

Cambio de planes. Había que entrevistarlo. Misión imposible. Ningún periodista extranjero había podido cruzar el gran portón negro. Desde luego, recurrí a algunos trucos, y sésamo, ábrete. Klaus nos recibió. La entrevista fue un duro cara a cara. Admitió ser un SS, cuerpo de lujo creado por Hitler. Negó haber participado en los campos de exterminio. Definió al führer como "un genio", y confesó soñar cada noche con el nacimiento de un Cuarto Reich. Además, confesó haber torturado y matado con sus propias manos a Jean Moulin, líder y héroe de la Resistencia francesa durante la ocupación nazi en París.

Victoria pírrica. La entrevista fue primicia mundial. Sólo Gente y Paris Match la publicaron. Pero sé que me recibió por ser argentino. Hijo de un país que había albergado y convertido en ciudadanos de decenas de criminales nazis. Tal vez advirtió mi disgusto y barruntó que la nota no sería a favor. Y por eso, al irme, me dijo desde su celda en el primer piso:

—Por favor, no me haga mucho daño.

Murió de cáncer en Lyon, su coto de caza y de crímenes, antes de ser enjuiciado y condenado a la horca.

El tercero fue Eduard Roschmann, el temible "carnicero de Riga", comandante del campo de concentración en la capital de Letonia y responsable de la muerte de 40.000 judíos. Derrotada Alemania, huyó a la Argentina y se convirtió en el protagonista de la novela best seller "Odessa", del británico Frederick Forsyth, y del film del mismo nombre.

Vivió en Olivos, Buenos Aires, con documentos argentinos a nombre de Federico Wegener, y protegido por algunos enlaces. En su novela "Odessa", fiel descripción de Forsyth, este cuenta que Roschmann mandaba ómnibus con prisioneros destinados a morir en campos de concentración, pero hacía pintar en las ventanillas hombres, mujeres y niños sonrientes, como si fueran a un feliz día de picnic.

Roschmann era austríaco y había nacido en 1908. Pero, según el documento argentino, se llamaba Federico Wegener, y era un checo nacido en junio de 1914. (Nazis en las sombras, Atlántida).

Busqué al monstruo por cielo, agua y tierra. Seguí pistas fatalmente falsas. Pero al cabo descubrí que había huido al Paraguay para eludir su detención, pedida por la Agencia Judía de Viena. Fuga inútil: la policía y la justicia argentinas jamás capturó a ninguno de los criminales nazis detectados en Córdoba (Villa General Belgrano), Bariloche, Villa Ballester, y siguen los nombres…

Encontré su paradero: una pensión de mala muerte en un barrio de Asunción. Según la dueña, "no habla con nadie, come como una fiera, y duerme en una pieza con cinco chinos" (trabajadores golondrina).

A Roschmann le faltaba un dedo del pie izquierdo y tres del derecho, amputados después de su fuga por la nieve tras el suicidio de Hitler. (Nazis en las sombras, Atlántida).

Me mostró la pieza, una ruina. Seis camastros. Paredes despintadas de un vago celeste o verde. Le pregunté por él a la dueña: "Ya no está. Anoche, después de comer como un cerdo, se sintió mal, y lo internaron".

La mujer no sabía en qué hospital. Los recorrí todos con el fotógrafo Ricardo Alfieri (h), pero cuando acertamos fue demasiado tarde: la noche anterior había muerto de un ataque al corazón.

Su cuerpo estaba en la vieja morgue de la Facultad de Medicina. Lo sacamos entre cuatro y lo acostamos en la camilla de las autopsias.

Era una ballena. Un despojo repugnante. Miré sus pies: le faltaba un dedo del izquierdo y tres del derecho, amputados después de su fuga por la nieve tras el suicidio de Hitler. La gangrena no lo perdonó.

Miré sus ojos, pero poco dicen los ojos de un muerto. Sólo es posible conjeturar cuántos prisioneros condenó a las cámaras de gas y a los fusilamientos en masa.

Era julio de 1977. Un mediodía de sol. Y un grupo de estudiantes de medicina bailaba de alegría en el patio: hacía mucho que no llegaba un cadáver N.N. para abrirlo y estudiarlo. El primer paso para salvar vidas…

Eso que los judíos llaman "justicia cósmica".

Fuente: Infobae